La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Gómez Piñol, maestro, persona y personalidad
La aldaba
Fue un maestro hasta el final en una sociedad que hoy no prima el rigor ni la excelencia como debiera. Fue un grande de la Historia del Arte en Sevilla y fuera de la ciudad. Tuvo verdadera pasión por estudiar el templo del Salvador, por enseñar la huella del Arte de los españoles en Iberoamérica, por asesorar y orientar importantes restauraciones como la última del Gran Poder y, por supuesto, por acudir a divulgar el conocimiento científico donde era requerido. Emilio Gómez Piñol (1940-2025) era un señor muy respetable, serio en el mejor sentido, generoso y de auténticas y hondas convicciones religiosas. Soportó la mayor desgracia reservada a un ser humano: sobrevivir a un hijo, el catedrático de Física Aplicada Emilio Gómez González (1968-2023), dichosa rama que salió al tronco de dos padres consagrados a la enseñanza. Hoy vemos a don Emilio cruzando por el Patio de Arte con la mirada siempre alta (nunca altiva) a la búsqueda quizás de la última publicación sobre arte hispanoamericano, de improvisada tertulia con un compañero sobre la entonces vigente Exposición Universal del 92, o porfiando con sentido del humor con un jovenzuelo sobre la autoría del Cristo de las Misericordias de Santa Cruz o hasta del caballo de misterio de la Sagrada Lanzada. Lo vemos en las aulas de la Universidad Hispanoamericana de la Rábida en algún curso de verano; de paseo por Los Remedios con su mujer e hijas camino del Centro, quizás a algún acto en la sede del Real Círculo de Labradores, y también lo vemos en las imágenes sin sonido de una película de Super 8 grabada en una Feria de Sevilla donde la chiquillería (hoy cincuentona) no perdona la hora del bombón helado. Sabía enseñar, tenía ese don y esa paciencia, y poseía una virtud quizás poco conocida: un finísimo ojo para la fotografía cuando no existía la tecnología actual. Gómez Piñol era muchas cosas, también un gran fotógrafo con una sensibilidad fuera de duda.
Nunca olvidaremos sus visitas a Santa Isabel en aquellos años de finales de los 80 durante el largo ingreso que sufrimos con final feliz, incluida la cuaresma de pregón a cargo de Manuel Navarro Palacios. Y el regalo de la diapositiva en la que aquella Semana Santa de 1987 aparece un servidor de ustedes en la Plaza de San Francisco revestido de nazareno con una túnica cortada por mi madre en la habitación de la clínica cuando el tiempo apremiaba y ni se sabía si podía estrenarla. Nunca olvidaremos el detalle de llevarme esa Semana Santa a su palco a disfrutar del paso de algunas cofradías para evitar el riesgo de golpes porque todavía andaba convaleciente. Nunca olvidaremos tampoco ni su prosa tan particular ni su oratoria tan genuina. Con la muerte de Gómez Piñol se nos ha ido un personaje de nuestra vida y una personalidad de la ciudad. Brille para don Emilio la luz perpetua que cada día penetra por las vidrieras del Salvador y que el Señor del Gran Poder lo acoja en su Gloria.
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