La lluvia en Sevilla
Carmen Camacho
Multicapa
La tribuna
LA que acabamos de inaugurar los españoles con nuestra decisión en las urnas. Entre las múltiples interpretaciones que podíamos deducir de las pasadas elecciones andaluzas seguramente no habíamos destacado su carácter de auténticas primarias, que anticipaban un tipo de resultados destinado a generalizarse en casi toda España. Y ahora la crisis de gobernabilidad se proyecta multiplicada sobre el conjunto de la geografía española.
Se abre, pues, una nueva era de gobiernos débiles, montados sobre equilibrios abiertos pero dotados seguramente con una mayor capacidad para expresar el pluralismo político de la sociedad. Acaso un tipo de gobiernos más inclusivos, con un predominio relativo del Parlamento o del pleno correspondiente, y con una mayor dimensión de apertura hacia la sociedad. Un nuevo escenario que requerirá un claro esfuerzo de aprendizaje entre nuestros representantes y donde la capacidad de gobernar dependerá en primera instancia de la capacidad de negociar.
Pero, por supuesto, no se trata de ningún cataclismo que rompa definitivamente con el panorama preexistente. Sigue existiendo un bipartidismo moderado, donde la excepcional mayoría conquistada por el PP en los anteriores comicios se ha enfrentado a las inevitables consecuencias del desgaste que trae consigo toda acción de gobierno en un contexto de crisis. Algo similar a lo que ha venido sucediendo en otras democracias europeas. Pero entre la crisis económica y el desbordamiento de los casos de corrupción, el declive de los dos grandes partidos parecía ya una auténtica crónica anunciada: apenas superan ya la mitad del electorado. Cabe afirmar, por tanto, que el electorado español ha pasado factura por la gran lacra de la corrupción.
Es cierto que el impacto de los resultados sobre los principales núcleos urbanos levanta sensaciones de sorpresa. Ni el PP es ya hegemónico en las capitales andaluzas ni el espectacular éxito de Podemos en Madrid, Barcelona u otras ciudades puede ser ocultado. Son acontecimientos de un gran impacto mediático y simbólico que condicionarán las sensaciones y la actuación de los principales protagonistas. Pero en una visión general del mapa resultante, la decisión del electorado no supone en rigor un cambio del orden establecido ni una voladura del sistema de partidos existente, sino una clara decisión de cambio dentro del sistema. Y que al final vaya a ser la nueva fuerza de centro, Ciudadanos, la que se convierta o no en el partido pivot encargado de determinar las alianzas de gobierno, dependerá ciertamente de un juego de geometría variable con resultados heterogéneos.
Ciertamente habrá que analizar la intensidad de la proyección de los resultados en la dualidad entre espacios rurales y urbanos: algo que sigue siendo característico de Andalucía y de otros muchos sitios de España. Por ahora parece claro que la progresión de las nuevas fuerzas, las que tratan de expresar la nueva política que acaba de eclosionar, se apoya predominantemente entre sectores urbanitas y jóvenes, mientras los espacios locales rurales presentan un mayor grado de continuidad respecto de las inercias anteriores. Pero del mismo modo se abre también un doble escenario de gobernabilidad entre gobiernos locales y autonómicos, con marcos jurídicos diferentes y seguramente estrategias diferenciadas entre los diversos partidos. Los resultados finales, en términos de gobierno, deberán pues esperar.
La eclosión del voto de la protesta refleja en todo caso con claridad el modo como se ha expresado la indignación popular frente las consecuencias sociales de la crisis: fundamentalmente como una protesta urbana. Para la posterior reflexión quedará la cuestión de si Podemos ha acertado o no al limitar su presentación de candidaturas en el conjunto de la geografía española.
Se ha afirmado reiteradamente que las elecciones locales suelen marcar en nuestro país los grandes cambios históricos, es decir, que la esfera municipal resulta ser el auténtico origen del cambio, el punto de impacto más decisivo entre lo viejo y lo nuevo. Desde esa perspectiva, las elecciones de 24 de mayo han confirmado la validez de tal hipótesis. Y así, con la decadencia del bipartidismo preexistente, se abre en España la nueva era de los gobiernos débiles.
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