La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La UEFA ha sancionado a los jugadores Rodrigo Hernández Cascante y Álvaro Morata por entonar el salmo “Gibraltar es español” en la celebración de la Copa de Europa. Nuestro delantero centro, Morata, no había metido ningún gol en el campeonato, pero en la fiesta metió varios extraordinarios por toda la escuadra. Este último, por lo visto, de penalti. Rodri fue el mejor jugador del campeonato y fuera de él.
La sanción es ridícula, pero, por eso mismo, es importante, y hay que celebrarla como una victoria de la selección nacional. Hoy lo que no está prohibido es obligatorio y el margen para la libertad de expresión y no digamos de acción se restringe vertiginosamente. Como en un embudo, encima: siempre para un lado. El contraste de la sanción de la UEFA por unos cantos personales tras el campeonato, con la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, donde se blasfemó gravemente contra Jesucristo y se atentó contra los sentimientos de los legitimistas y de los contrarios a la pena de muerte (con la representación de María Antonieta decapitada) clama al cielo, literalmente. Lo privado y personal se castiga; lo oficial y alevoso se aplaude.
El gol mediático de Morata con asistencia de Rodri consiste en que se ve clarísimo cómo los aires de libertad y rebelión soplan a favor de la alegría y en contra de lo políticamente correcto.
Por ello, a estas alturas, las sanciones hay que llevarlas con orgullo. Son una condecoración inversa, una laureada, diríamos. Para mí es fácil cantar “Gibraltar es español” –se maliciarán ustedes– porque cuantos más partidos de fútbol de sanción me pongan mejor para mí. Verdad. La falta de sanciones en mi expediente me preocupa. Juan Manuel de Prada habla de “las tres o cuatro lectoras que todavía le soportan” (que, viendo el éxito de ventas de su última novela, tienen que estar haciendo acopios de cientos y de miles de ejemplares en sus casas); yo, en cambio, aunque vendo muchísimo menos, tengo infinidad de lectores entusiastas.
Uno, el otro día, me informaba indignado de que yo estaba escandalosamente infravalorado. Para redoblar el elogio, añadió que era por razones ideológicas. Gracias a su impagable fervor, sentía todo lo contrario, pero no discutí. Ojalá un poco de infravaloración y algunas sanciones, que, en este mundo, son timbre de honor. Por si animo a algún preboste, me sumo a la triangulación con Rodri y Morata: “¡Gibraltar es español!”.
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