Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
Pasaban las nueve de la noche y el heraldo del Ateneo seguía sacándole conversación a niños de rostros ensimismados y caracteres tímidos o sobrados de desparpajo, de semblantes risueños o de expresiones hieráticas, de blanco interior o de exterior travieso, pero todos con ese hermoso blindaje que es la inocencia. Se estaba en familia en la sede del Ateneo en los últimos instantes de una jornada marcada por el toque de queda, las briznas de lluvia y el aire gélido. Noche de abrigos largos, pieles, chaquetones, bufandas, gorros... La voz inconfundible del heraldo, tronante de ilusión, se elevaba por encima de cualquier discurso. En la calle reinaba esa calma excesiva que genera melancolía, ese barniz de tristeza de las noches de estado de alarma, esas luces encendidas que apenas pueden animar una ciudad que sufre la pandemia, esas estampas de persianas echadas, carteles que ofrecen alquileres y luces verdes aisladas en la parada de taxis sin demanda.
Y allí estaban los niños, los últimos niños de las vísperas de un día 5, construyendo si saberlo su particular memoria, la de una generación 0,0, los niños sin Cabalgata, sin fiestas mayores, sin Semana Santa, sin Feria, sin Velá de Triana, sin cruces de mayo, sin actividades extraescolares, sin poder acudir al fútbol, sin tantas cosas a las que estaban acostumbrados.
Los niños de la primavera enclaustrada y las ilusiones hurtadas. Los niños de la pandemia saltan, se estremecen y se impresionan frente a un heraldo, un sencillo emisario de los Reyes Magos, como en su día tuvieron que emocionarse aquellos niños de Sevilla nacidos en los años 20 que recogieron las bellotas que lanzaban los Magos a falta de golosinas en una Plaza Nueva iluminada por farolas de candela. Los niños son los primeros que aprenden a vivir con menos, a ser felices con muchos menos de lo que han estado habituados a recibir en los años de la abundancia.
Los niños de la pandemia recordarán algún día los años sin pasos, sin carrozas y metidos en casa. Y probablemente serán más fuertes, menos vulnerables, más sacrificados y con mucha más raza. Tal vez rememoren con más cariño la charla breve y sentida con un heraldo que todo un cortejo con más de treinta carrozas, porque los niños siempre sorprenden, como cuando juegan con el cartón que envuelve el regalo antes que con el propio juguete por caro que sea. La mirada tan próxima y cercana de un heraldo nunca de olvida. Y menos con esa voz. Muchos no olvidamos una voz muy parecida un Domingo de Pasión. Y eso que solo la oímos por la radio.
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