El fulgor perfecto

16 de enero 2025 - 03:06

Un buen amigo y mejor maestro me propuso el otro día que entrevistase a los fin de raza de esos oficios que están desapareciendo o ya se han esfumado por completo. Pensé inmediatamente en el limpiabotas Antonio, gitano maqueado que paseaba su caja claveteada por los bares y cafeterías de Los Remedios a finales de siglo (al XX, me refiero). Como buen príncipe romaní que era, Antonio no veía humillante el hecho de agacharse y limpiarle los zapatos a la clientela burguesa y señorita de la rive gauche del Guadalquivir. Si el propio Jesucristo le había lavado los pies a una prostituta como María Magdalena, ¿qué podía tener de indigno lustrarle unos bonitos zapatos ingleses a un título del reino? Creo recordar que en su novela La gran borrachera, Manuel Halcón cuenta la aristocrática costumbre de fregotearle los pies a algún mendigo el Viernes Santo, práctica habitual entre duques y reyes.

Vestía Antonio con coquetería altiva: floreadas camisas de seda, botines relucientes, cadenas del mejor oro, pantalones planchados con raya por el propio Euclides. Y sabía de lo suyo. De él se aprendían algunos consejos útiles: la crema siempre incolora y aplicada con avaricia; los cepillos grandes, como para caballos; y nunca usar esas esponjas que venden en los supermercados y que provocan en los zapatos el falso brillo de las baratijas, pero que deterioran las pieles nobles, igual que hace el sol con las mejillas de las princesas boreales. Como muchos de su oficio, Antonio, charlatán y mujeriego de piquito, era un fin de raza. Ya no se encuentran limpiabotas para poder presumir de zapatos cual supernovas. Pese a mis repetidos intentos nunca he conseguido dotar a mi calzado de ese destello que sí lograban los buenos profesionales del ramo. Cada vez es más difícil, por ejemplo, encontrar buenas cremas incoloras. En los supermercados suelen vender unos subproductos químicos del todo nocivos. Pero todavía quedan comercios en los que se respetan las buenas costumbres. Uno de ellos es la Droguería San Pablo, en la calle homónima, justo cuando desemboca en la plaza de la Magdalena. Es un negocio fundamental para todo aquel que aspire al fulgor perfecto en sus pies. Merece la pena entrar e intentar comprar cualquier cosa con una tarjeta de crédito, aunque sólo sea por ver la cara de desprecio del propietario, un venerable comerciante ludista que solo admite dinero contante y sonante. El pequeño comercio especializado es, como los limpiabotas o los zapatos resplandecientes, algo en vía de extinción. En breve todos iremos con calzado de Decathlon, mate y apagado. Debe ser una de las consecuencias de eso que llamaron el desencantamiento del mundo. Todo lo sagrado, rutila.

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