La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Postrimerías
La conciliación, el pacto, la búsqueda de mínimos denominadores comunes tienen mala prensa en nuestras sociedades hipertensas y quienes asumen la tarea de defenderlos son motejados con toda suerte de epítetos despectivos. Liberalios, moderaditos o acomplejados son algunos de los habituales en el ámbito de las derechas, en tanto que las izquierdas, de siempre dadas a las disputas cainitas, prefieren hablar directamente de traidores. Uno de los escritores que mejor ha explicado el moderantismo, Valentí Puig, heredero y apologista de la tradición liberal-conservadora, tiene contado que a Martínez de la Rosa –poeta, dramaturgo y catedrático de Filosofía Moral, embajador, ministro y presidente del Consejo de ministros– lo llamaban Rosita la Pastelera por su probada inclinación a la componenda. Y es justamente eso, el pasteleo, lo que se reprocha, también por el lado de la socialdemocracia y sus íntimos enemigos, a quienes están dispuestos a hacer concesiones para propiciar acuerdos y anteponen la flexibilidad, que otros llaman contorsionismo, a la fidelidad berroqueña a coordenadas inmutables. El bando de los exaltados, denominación que recibieron los rivales de los doceañistas durante el Trienio Liberal, es en todo tiempo, qué duda cabe, más favorecedor y excitante. Ahora bien, si definimos la política como arte de lo posible, el pragmatismo no puede no ser una virtud y por el contrario la intransigencia, pese a su prestigio, sirve de poco en la vida pública. Podemos admirar, cada uno desde el ideario y las creencias que le resulten afines, a los héroes que portan la antorcha de la pureza, se echan sobre los hombros la dignidad del pueblo o de la nación y resisten, por seguir con las imágenes consabidas, en la honorable ciudadela asediada, pero en el foro necesitamos a hombres y mujeres que sepan respetar a sus oponentes y no se olviden del bien común, más allá de las facciones y sus intereses de parte. Sería más fácil si todo el mundo pensara de la misma manera, pero en ese caso no harían falta parlamentos ni representantes políticos ni democracias como las que conocemos, aunque imperfectas, claramente preferibles a los regímenes en los que no se permiten ni la discusión ni la disidencia. Son los halcones –o los payasos, los tenores y los jabalíes, de acuerdo con la famosa caracterización de Ortega– los que suelen llevarse los aplausos en la asamblea, pero no mantenemos a nuestros diputados para que se dediquen a lucirse o a encabronar más todavía a los sufridos ciudadanos. En una comunidad no sometida a los extremos, el frente amplio lo conforman quienes se sitúan al margen de los frentes.
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