La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
SÍ, lo han capturado esta noche, ¿cómo te has enterado? De madrugada lo trajeron al pueblo, esposado. Por fin he podido verle la cara. Es El forajido". Dice El forajido y en su voz se alza un viento de aventura, el polvo seco de su garganta, el desierto grabado en la retina, Howard Hughes escrito en grandes letras, la locución de un título de wéstern. A mi padre se le había secado el seso de leer novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Hubo un silencio. El sonido de las chicharras lo ocupaba todo al otro lado del teléfono. "¿Cómo te has enterado?", me insistió. Le sorprende que los sucesos de la aldea lleguen a la gran ciudad. "Es portada en varios periódicos digitales. Me ha informado por guasap un amigo que da clases en Minnesota". Digo "Minnesota" y en la fantasía del viejo prosigue la película de tiros. Es la primera vez que tengo noticia de este hombre, un huido, un buscado, un extrañado del mundo. Natural de un pueblo cercano, desapareció hace lustros. Nadie sabe el porqué. Se echó al monte, como tantos maquis que hubo en estas sierras cuando la guerra. Desde entonces, había sobrevivido cazando con su arma y, principalmente, robando en las huertas y cortijos de los contornos. Hasta anoche. La Guardia Civil le tendió una trampa.
"¿Y dices que lo has visto?, ¿qué pinta tiene el tío?, ¿sabías antes de hoy de su existencia?, ¿pero por qué no me lo has contado antes?, ¿cuántas veces ha entrado en el cortijo?, ¿rompía la puerta?, ¿por qué no has ido al cuartel a denunciarlo?, ¿te atracó alguna vez con la escopeta?", reprendí a mi padre con preguntas. "No lo he visto en mi vida", fue lo único inteligible que dijo. Lo demás fueron balbuceos, carrasperas, algún bocinazo. Conozco al viejo. Detrás de aquel muro de evasivas escondía el secreto de El forajido. Una historia que por nada del mundo me iba a perder.
No era asunto para contarlo en caliente, ni por teléfono. Esperé a llegar al pueblo, a la casa del campo, a la noche de agosto, a la luna nueva. De súbito, sin preguntarle, el viejo habló:
"Hará diez años que entraron a robar aquí. El cabrón me hizo harina la puerta. En la denuncia constaba el detalle del hurto: un colchón, una manta, dos sillas, platos. "¿Tiene alguna sospecha de quién ha podido ser?", me preguntó el civil. "Quizá alguien que está a punto a casarse -bromeé-. Me ha robado un ajuar". No había acabado de salir del cuartel cuando volví a retirar la denuncia. Me ardía el alma. A quien me había robado la manta sin duda le hacía más falta que a mí. Asunto olvidado. Para dormir bien, hace más falta la conciencia que el colchón.
¿Recuerdas mis gallinas de picamierda? Los huevos eran chicos, pero tenían un bocado exquisito, con su pisadura del gallo y la clara como el sol poniente. A huevo por chinita, juntaba la docena. De pronto y porrazo, comenzaron a escasear. De 12 pasaron a seis. Menopausia de corral, supuse que era. A punto estaba de mandar a la parvada entera al puchero cuando eché en falta la bombona de gas que tenía en el traspatio. "Aquí alguien quiere hacerse una tortilla", me malicié. Para confirmarlo, aquella noche colgué en el aldabón una talega con aceite y unas papas, y me volví al pueblo. A la mañana siguiente, recogí la bolsa de la puerta. Efectivamente, estaba vacía. Puse dentro 20 euros y la até con un nudo. No fue por caridad. Al otro día, confirmé todas mis sospechas: el nudo estaba corrido. Pero el billete seguía dentro. Nada vale el dinero ni las leyes de los hombres allá donde se esconde un forajido".
La palabra "forajido" vuelve a llevar lejos la mirada de mi padre. Sigo el rastro de sus ojos y comprendo. Esta tierra y esta luz han forjado la leyenda del Lejano Oeste; no tan lejos de aquí se rodaron muchas películas. A su vez, la estética y la épica de Sam Peckinpah caló por varias décadas en el imaginario de sus gentes. En la plaza hubo un bareto con puertas de esas que abanican los dinteles. Al Viejo Windy le llamaban así por el bizco de un wéstern. La cantera del abuelo tenía ese aire seco y silbante.
"A partir de entonces -prosiguió padre- aquel hombre y yo firmamos un pacto. Sin papeles ni palabras ni estrecharnos la mano ni vernos la cara. Yo le dejaba la puerta abierta, él tomaba de aquí lo que necesitaba. Justamente. A cambio, me mantenía la casa y las tierras limpias de alimañas y rateros. Comencé a aprovechar las ofertas del 2x1. Dos cuchillas de afeitar, dos jabones… Dejaba el par de lo mismo a la vista, y él me entendía. Jamás tomó más que lo suyo, jamás nos vimos. Un cuatrero ha sido el guardador de mi tierra y mi rebaño. Duermo tranquilo -remeda a Clint Eastwood- porque mi peor enemigo vela por mí".
Vociferan las teles: "Ha pasado a disposición del juez el peligroso fugitivo que durante tres lustros mantuvo en vilo al condado". La cara de El forajido en el diario desmiente esa patraña. "Cuando lo cogieron, iba afeitado", recuerda mi padre, no sin orgullo. "¿Lo echas de menos?", le pregunto.
No hay respuesta. El viejo se levanta de la mecedora, se encamina al interior de la casa. "No olvides conectar la alarma antes de acostarte. Corren malos tiempos para la épica", dice. Escucho sus pasos al subir, lentamente, las escaleras. En mi pecho llora la corneta triste de Ennio Morricone.
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