El financiero ateo

13 de diciembre 2013 - 01:00

TENEMOS expertos financieros casi en cada esquina sectorial: en las administraciones públicas, obviamente en los bancos, en las empresas de corte serio, las universidades, los think tanks y hasta las redacciones de los periódicos. Unos avizoran desde Madrid, otros desde Fráncfort, muchos desde Londres, Hong Kong o Shanghai, la mayoría desde Manhattan. Orgánicamente no hay menos variedad: menudean en el Banco de España, en la Reserva Federal, en el FMI, el BCE, la OCDE y el Banco Mundial. Las escuelas de negocios los encumbran con el pedigrí de un buen estipendio, los reporteros afinan el oído ante sus doctas afirmaciones, la sociedad contiene la respiración frente a sus vaticinios, acrónimos y tasaciones porcentuales del porvenir. Un financiero es al capitalismo lo que un misionero a la religión: la herramienta que traslada y difunde el mensaje.

Pero en el capitalismo, como en la religión o el comunismo, también hay mensajeros ateos, esos que descubren un día que contribuyeron a edificar o perpetuar una mentira pero deciden seguir con el cuento por pereza, vergüenza, poder o dinero. No existe otra explicación para justificar que entre tanto culto al superávit, al recorte de la deuda pública o a la disciplina fiscal en general, a estos expertos se les escape un cálculo básico y significativo: ¿Cuánto cuesta el bipartidismo? O, circunscribiéndolo a España, ¿cuánto cuesta la permanente deconstrucción y posterior renovación legislativa a que PP y PSOE nos tienen habituados? O, extrapolando la pregunta al universo financiero: ¿A cuánto asciende el déficit asociado a la irresponsabilidad política, el sectarismo y la ideología?

Porque unos crean instituciones que los otros luego entierran (salvo que puedan colocar a los suyos, en tal caso la institución es válida); o diseñan abstrusos modelos educativos condenados a la derogación; o revisan el aborto, el derecho de reunión, los límites de velocidad en autopistas y autovías, o hasta dónde alcanza la protección del litoral frente a ese urbanismo salvaje del que tanto beben y comen. Porque las primas a las renovables mutan igual que la prestación por desempleo, la gestión de los hospitales, las tasas judiciales, los requisitos para crear una empresa, los impuestos, la jurisprudencia teledirigida, los aeropuertos y los auditorios y las ciudades de las ciencias, la música, las letras y los higos chumbos [la mención a los equipamientos no es gratuita: la mutación en tal caso consiste no tanto en un cambio de usos sino en el desuso sin inauguración, tal y como acreditan diversas obras magnas de la geografía nacional democráticamente repartidas por CCAA].

El financiero ateo no se molesta en medir esos flujos esquizofrénicos. Va a los totales, a los superporcentajes que encierran nubes negras o ríos perlados; habla de inflación y balanzas comerciales y Producto Interior Bruto y prima de riesgo y cotizaciones bursátiles y contabilidad y resultados antes y después de Hacienda. Tasar el despilfarro es de románticos. Y aquí manda el nihilismo.

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