La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Una vez oímos de un profesional de la salud mental que Andalucía tiene la suerte de contar con una primavera cargada de fiestas que suponen una oportunidad idónea para que la ciudad o el pueblo de turno se destensionen, olviden los problemas cotidianos y, como las personas individualmente consideradas, bajen la guardia por unos días. No se puede estar continuamente en tensión. Ni tampoco de jarana perpetua. Tener un ocio bien organizado, incluso institucionalmente, nos ha acarreado mala fama a los andaluces. Tenemos la convicción de que es por pura envidia. No hacemos más que sacar provecho de uno de los nuestros patrimonios inmateriales más valiosos: las horas de luz, que permiten la alegría y exaltan la belleza. No nos perdonan la luz ni los 700 kilómetros de costa. Pero todo nos ha sido dado sin pedirlo. Tampoco conviene presumir de aquello que no se ha ganado gracias al currelo. Y en cualquier caso mejor no presumir nunca de nada porque suele salir caro. Ocurre que hasta nuestras fiestas se han tensionado. Y eso no es nada bueno. La mala educación que arrastra la generación educada en el culto al confort y las tardes libres (sin deberes del colegio) se deja notar ya con intensidad. El consumo disparado de alcohol (sea en Semana Santa o ferias laicas) y los debates crispados en las redes sociales sobre mil y un aspectos de cualquier celebración adulteran y emponzoñan unos días que debían ser de relajación para un colectivo. Todo está analizado, todo se discute, todo se retransmite, no hay intimidad ni discreción, no hay sosiego y cualquier motivo es causa de irritación. Las fiestas son cada vez más un reto de convivencia que un motivo para el bienestar garantizado. Son señas de identidad de nuestros municipios y fuentes de riqueza, pero están demasiadas veces en jaque por las dificultades cada vez mayores para convivir en armonía y por el exceso de visitantes ajenos a los usos y estilos de las celebraciones.
Cabe recordar a aquel alcalde que hace unos años prohibió el uso de sombreros mexicanos en la romería del pueblo. O la entidad centenaria que cerró toda una noche de Semana Santa para evitar los efectos del trago largo. Las fiestas evolucionan como lo hace la sociedad en general. En los años 90 se volvieron masivas muchas de ellas. En nuestro caso, cuando menos, son una industria muy particular de la que depende un porcentaje nada despreciable de nuestro PIB. La solución no consiste en más policía. No hacer el chufla con un sombrero mexicano en una romería andaluza se debe traer aprendido de casa. Que al menos no nos abandone nunca la luz. Y si es excesiva, tocado de ala ancha.
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