La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Sevilla fina en la caja de Sánchez-Dalp
EN mi opinión, el debate abierto en Sevilla en torno a la Torre Pelli trasciende ampliamente el ámbito de lo estético y lo sentimental y se instala en el centro mismo de un problema que esta ciudad, al contrario que otras que tienen, al menos, su misma dimensión histórica, no ha sabido resolver: la falsa disyuntiva entre tradición y modernidad. Aquí quienes apuestan por esta última lo hacen de un modo absoluto, incondicional y, en el fondo, profundamente provinciano, que da por bueno cualquier armatoste con tal de que parezca "nuevo". En contraste con ello, los tradicionalistas se pertrechan en un conservacionismo recalcitrante que pretende preservar un ideal de ciudad que si por algo pudo llegar a ser ideal fue, precisamente, porque supo estar a la altura de su tiempo. Algo, por cierto, de lo que los tradicionalistas actuales se encuentran a años luz. El anterior Ayuntamiento fue un exponente perfecto de la apuesta por un modelo de modernidad lerda y compulsiva, mientras que el actual, si nos guiamos por los signos que comienza a emitir, parece que va a decantarse por el tradicional tradicionalismo impenitente y rancio. De Pilar Bardem a la Virgen de las Mercedes, tal es nuestro triste dilema.
La consecuencia más evidente de tales extremos es que Sevilla se ha ido quedando irremisiblemente en los márgenes de la historia. Cualquiera que haya residido durante un cierto tiempo en alguna ciudad con verdadera proyección internacional podrá acreditar que nuestra ciudad es, a tales efectos, de una invisibilidad sólo comparable a la importancia mundial que le conceden sus devotos. Cuando asistimos al espectáculo de uno de esos ciegos penitentes del narcisismo sevillano flagelándose públicamente por ver a su ciudad convertida en poco menos que en un parque temático para turistas, uno no puede dejar de preguntase cómo es posible que no sean capaces de advertir que tal cosa no es sino el resultado directo de un concepto esclerotizado e inmovilista que no admite otra alternativa que el de la languidez contemplativa o el evento espectacular. El mero hecho de otorgar tanta importancia a un asunto tan intrascendente como el de la declaración de Patrimonio de la Humanidad al entorno de la Catedral es la prueba más evidente de que esta ciudad se ha resignado a su condición de decorado historicista progresivamente kistch. Sinceramente: si la dichosa declaración va a condicionar la posibilidad de desarrollo y creación en cualquier parte de la urbe, yo abogo por que la Unesco… en fin, ustedes ya me entienden.
Uno comprende perfectamente las críticas furibundas que han levantado algunos de los mamotretos que nos ha legado la catetez seudo-vanguardista de la anterior Corporación, no sólo ya por la bárbara arrogancia con la que se han aposentado en un entorno que no los requería, ni siquiera por el obsceno despilfarro económico que han supuesto (por cierto, alguien debería estar respondiendo judicialmente por el asunto de la biblioteca universitaria), sino, simplemente, por su propia insustancialidad arquitectónica, tan representativa de estos alegres años de irresponsabilidades colectivas. El hecho de que las setas de la Encarnación alojaran las protestas pre-veraniegas de los indignados es una de esas concordancias ideológicas con las que a veces la realidad se complace en obsequiarnos.
Frente a todo esto la Torre Pelli se presenta, más bien, como una alternativa diferente, una promesa, podría decirse, de modernidad futura, planteada, además, en un entorno perfectamente aséptico, al igual que en su día lo hizo el puente del Alamillo, hoy perfectamente integrado en la iconografía de la urbe. Uno baja cada día del Aljarafe y ve la incipiente construcción como un posible contrapeso a la ciudad histórica, tan asfixiante en su ideología, nunca mejor dicho, contrarreformista. Salvo que se mire desde una intransigencia inmovilista, es difícil apreciar en este proyecto alguna incompatibilidad con la ciudad histórica; más bien, sugiere un contraste respetuoso y llamativo, una especie de diálogo desde la lejanía entre un tiempo y otro tiempo, entre un futuro factible y un presente continúo. Únicamente la actual situación de crisis galopante plantea serias objeciones a un edificio de estas características, pero una vez comenzadas las obras, uno lo ve, casi, como un símbolo potencial para esa inmensa minoría silenciosa que padece cada día la asfixiante y, a menudo, vociferante cerrazón de la Sevilla tradicional. Un símbolo, tal vez, para poder soñar una ciudad más abierta, más ilustrada y más culta.
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