La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Una noche, hace unos días, mi compañera Ana soñó conmigo. Me lo contó más tarde: que en la realidad sufría un terrible dolor de garganta y que convirtió su malestar en parte de la trama de su delirio, y en esa fantasía iba al ambulatorio para ver si le facilitaban algún remedio para sus molestias. Y cuál fue su sorpresa –ya se sabe que los sueños no se caracterizan por la lógica– al encontrarse conmigo sentado en la consulta del médico y ataviado con una bata de doctor. Al parecer, mi yo ficticio, un plumilla que se hacía pasar por un especialista en una materia muy diferente, justificaba su presencia allí: le habían pedido que fuera, y no había sabido negarse a ese favor, no había sabido dar un no como respuesta. Entonces Ana me suplicaba que le recetara alguna pastilla para su dolencia, y yo, desorientado en ese nuevo personaje que me otorgaba la vida, mucho más torpón y menos sofisticado que el doctor Ross al que interpretaba George Clooney en Urgencias, volvía a considerar grosero negarme y me entregaba a la lectura nerviosa de guías en las que pudiese encontrar algún fármaco aconsejado para la inflamación de garganta.
Es curioso, pensé después de que Ana me contara aquello, cómo la textura absurda, imposible de los sueños puede ser al mismo tiempo tan reveladora: si algo me caracteriza –y me temo que es un problema compartido con mucha otra gente– es mi incapacidad para decir no a los demás, pese a los líos en los que me acabo metiendo por ello. Nunca olvidaré la historia que me relató una vez una amiga de un conocido suyo, el hombre más exquisito del mundo, que tras una caída perdió la razón y cualquier sentido del protocolo y empezó a soltar de improviso todas las ordinarieces y los comentarios despiadados, las impertinencias que por su educación se había callado. Hasta que no nos caigamos nosotros seremos personas sociales, y en una convivencia en la que debemos ser amables y hacer más fácil la existencia al otro la de no resulta una palabra áspera y fea. Ay, la cortesía, que mala agente de viajes, a qué destinos horribles nos ha llevado la maldita. Qué liberador tiene que ser contestar aquello de Preferiría no hacerlo, y no pasarse luego la tarde ejecutando con una furia reprimida o con arrepentimiento un plan al que te han arrastrado. Ya que no podemos practicar el arte de oponerse en la vida real, deberíamos hacer un experimento como el de Los ensayos, la extraña y hermosa serie de HBO, y contratar actores para simular escenas en las que decir que no y que no y que no, que por nada del mundo, vamos, y sentir un cosquilleo de gusto o algo parecido a la felicidad. Tenemos que aprender a negarnos, que si no un día acabaremos con la bata de médico colocada, y firmando recetas que no nos corresponden...
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