La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
En ningún otro tiempo se ha hablado tanto de cultura como ahora. Ninguna otra época ha parecido acercarnos tanto al arte y al conocimiento. Jamás los gobernantes se preocuparon tanto por aparentar querernos más libres y formados, más cultos. Pocas veces la sociedad se ha mostrado más dócil y desdeñosa ante esa mescolanza desbordada de medias verdades.
Digo todo esto porque a una ciudad no la hace culta un monumento emblemático por sí solo ni un gran museo ni un reconocible atractivo turístico ni un reducido grupo de sabios eruditos ni una tradición que se repite sin apenas conocer su significado. No, la cultura nunca es de envanecerse, acumular o repetir sin más. Una ciudad es culta cuando todos sus vecinos pueden tener acceso a la cultura, cuando todos pueden vivir y comprender la pasión por el pasado que les une, cuando todos tienen posibilidad de entender y amar un monumento emblemático que consideran suyo, disfrutar y enorgullecerse de un gran museo, querer y respetar a sus artistas y, finalmente, sentir la necesidad de cultivarse a lo largo de su vida. Esa sed de saber lejos de excluir nos acerca a los demás.
Como ocurre con la mayoría de las cosas importantes de la vida, la cultura no puede medirse por arriba sino por abajo. No sólo en quienes han tenido oportunidad de todo y lo han sabido aprovechar sino, sobre todo, en aquellos otros en los que, pese a las dificultades de un entorno precario han logrado hacerse cultos para ellos mismos y, sobre todo, para la sociedad de la que forman parte. La cultura empieza cuando una madre le lee un cuento a su hijo para dormir, cuando un niño acude a la biblioteca de su barrio, siempre abierta, a estudiar y a descubrir y a enamorarse; cuando un joven vuelve cantando después de un concierto; cuando un pintor saca sus pinceles a la calle y nos muestra lo que sus ojos miran; cuando se compra una entrada de teatro; cuando se cuidan los jardines y árboles que nos dan cobijo; cuando compartimos una copa de jerez, cuando percibimos el silencio misterioso de un museo como el de una iglesia, ambos cargados de espíritu.
Tenemos la ineludible obligación de huir de falsas proclamas, de crear esa siembra portentosa en la que hacer posible el más noble de los cultivos, el de una cultura que nos haga partícipes de algo común y verdadero que nos trasciende y que debemos preservar para los demás. Alentemos la sed de saber.
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