La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
ANDA preocupado el Gobierno del Reino por si arraiga la idea de que la DANA demuestre que España es un Estado fallido. No es para menos. Pero España está lejos de ser un Estado fallido, aunque la gestión de la catástrofe esté siendo un fracaso del Estado.
España contaba –aún cuenta– con los mecanismos legales para afrontar esta emergencia climática desde nada menos que 1981: una ley que regula el estado de alarma, excepción y de sitio. El texto legislativo, en vigor desde hace casi 43 años y medio, no deja lugar a la duda: declarar el estado de alarma es competencia exclusiva del Gobierno central, que es quien tiene los medios a su alcance para movilizarlos y coordinarlos, incluyendo a las Fuerzas Armadas, incluso aunque delegue esa función en el presidente de una comunidad autónoma. Y una inundación es uno de los supuestos previstos en la ley. Esta DANA causó muerte y destrucción en tres autonomías –especialmente en la Comunidad Valenciana, 214 fallecidos hasta ahora–, razón de más para tomar el control desde el Gobierno y actuar. Pero la realidad es que las administraciones prefirieron participar de un juego macabro: quién se hunde política y electoralmente por este desastre. A costa literalmente de las vidas de las víctimas.
En primer lugar, la Comunidad Valenciana –la más infrafinanciada de España, además– y su presidente, Carlos Mazón, absolutamente desbordado por su imprevisión y reacción tardía ante la dimensión de la riada. Pero, sobre todo, el Gobierno central, cegado hasta la indolencia por el tacticismo de que una gestión calamitosa hundiese a un PP una vez más desnortado. Es el Gabinete de Pedro Sánchez quien eludió la responsabilidad de actuar motu proprio y declarar el estado de alarma. No tenía que esperar a que lo pidiese nadie. Por eso al presidente le perseguirán siempre sus palabras: “Si necesitan más recursos, que los pida”.
Lo ocurrido el domingo en Paiporta certifica además que el Estado no es fallido: el Rey dio la cara ante la lógica indignación ciudadana –que no justifica ningún acto violento– mientras Pedro Sánchez huyó acobardado.
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