Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
El tren de alta velocidad iryo es una gozada. Al menos de momento. Subirse a un iryo es revivir la grata sensación de hacerlo en un AVE de 1992, cuando Felipe González apostó por conectar el Sur con la capital quince años antes que Cataluña. O lo hacía entonces o nos quedábamos descolgados hasta sabía Dios cuándo. Son cómodos, se pueden estirar las piernas en todas las categorías de vagones, el bar es pequeño pero bien organizado y el personal es muy amable. El iryo es el AVE del 92 con una mijita de tuteo y ese “chicos” con el que tantos dependientes, camareros y recepcionistas saludan al cliente al margen de su edad. “¿Qué vais a tomar, chicos?”. Y los aludidos como chicos tuvieron que conocer a Arias Navarro como presidente del Gobierno. A lo que íbamos. Con estos trenes hemos recuperado ese estilo de viajar que si bien no es elegante, al menos resulta higiénico y silencioso. La última vez que viajamos en AVE tuvimos que soportar a un afamado matador de toros con los pies alzados y los zapatos quitados. ¡Pista que va el artista! Anda que los toreros de otros tiempos, señores en el ruedo y fuera de la plaza, iban a descalzarse en el Talgo. Pero ahora está bien visto ir con los pinreles al aire hasta en las casas. Invitan al niño a merendar y le dicen en la puerta que se puede quitar los zapatos, como si entrara en una mezquita en lugar de en un salón donde aparece en el televisor el capítulo de Doraimon, el gato cósmico. Qué manía con quitarse los zapatos en la casa propia, en la ajena, en el tren, en el avión o en el velador de un bar. Tal vez la clave sea que el personal aprecia tan silenciosos y limpios los trenes de iryo que eso impone cierto respeto.
Hay profesionales de los que viven entre Madrid y Sevilla que tienen ya como prioridad sacar el billete en esta nueva compañía. Si usted pide ir con derecho a comida le dan las toallas húmedas, grandes y gruesas como en aquel AVE que añoramos. Hala, a lavarse las manos como bien enseñaban en el colegio. Las azafatas lucen en el andén unas capas de invierno elegantísimas como si estuvieran en el rodaje de Doctor, Zhivago. Las cisternas de los aseos funcionan a la primera. De momento. Y es cierto que el enchufe para recargar la batería está justo debajo del sillón, lo que le obliga a una suerte de contorsión, a hiperflexionar las cervicales o a colocarse a cuatro patas en el pasillo, cosa no recomendable al ser zona de paso, entre otros motivos. Un placer recuperar un tren con estilo en el contexto ya inevitable del tuteo al cliente. Una alegría sincera, chicos.
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