La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
La tribuna
EN una suerte de regreso al pasado, la progresiva aplicación de la Lomce viene a poner de actualidad viejos debates sobre la educación. Es el caso del papel de los exámenes y de las reválidas. La citada ley apuesta decididamente por atribuirles un lugar central en el nuevo sistema educativo, pues, por una parte, organiza los contenidos de la enseñanza en torno a los denominados estándares de aprendizaje, es decir, conocimientos concretos que los alumnos deben haber adquirido a la finalización de cada curso, y, por otra, establece controles de paso de una etapa a otra. En ambos casos aprobar los correspondientes exámenes se convierte en requisito indispensable. Lo que se justifica en nombre de la manoseada calidad de la educación.
Este revival del fenómeno examinatorio ocurre en un tiempo en el que el viento sopla a su favor pues, como se sabe, hoy el prestigio de los sistemas educativos nacionales se mide por los resultados que obtienen los alumnos en las mil y una pruebas a las que son sometidos: PISA, Escala, Pruebas de Diagnóstico… Sin embargo, los estudios más solventes y la propia realidad van demostrando que, detrás de los chaparrones de números que se suceden en cada oleada de exámenes y pruebas, viene una calma chicha que nos muestra una educación empobrecida precisamente por aquello que dice enriquecerla: el examen.
Los exámenes y las reválidas nada tienen que ver con la transmisión y adquisición de conocimiento: saber no es lo mismo que responder a unas preguntas en un examen. El origen del artefacto se sitúa en el sistema burocrático chino para la selección de funcionarios que estuvo vigente hasta 1905. La fórmula consistía en la superación de pruebas basadas en la memorización de textos con preguntas y respuestas. Este mecanismo se extendió al sistema educativo a finales del siglo XIX. Giner de los Ríos, en un trabajo titulado significativamente O Educación o examen, recopiló diversos estudios sobre los efectos negativos que el examen llevó al mundo de la educación; sin negar su utilidad ocasional, consideraba que el examen pervertía el sentido de la formación y del estudio, reduciéndolo meramente a operaciones mecánicas muy distantes del poder de pensar que da el conocimiento. Por mor del examen, entonces, como hoy, los estudiantes no estudian, sino que preparan exámenes.
Yong Zaho, profesor de la Universidad de Oregón, en un libro reciente -¿Quién tiene miedo al Gran Dragón? ¿Por qué China tiene el mejor (y peor) Sistema educativo del mundo?- cuestiona que los resultados de las pruebas estandarizadas, como PISA, reflejen la bondad o no de los sistemas educativos. El hecho de que generalmente los mejores resultados se obtienen en países asiáticos se debe a que sus sistemas educativos se centran en la preparación de los alumnos para la superación de exámenes siguiendo el modelo chino al que antes me he referido. Sin embargo, dice Zaho, en estos países, la capacidad de invención, innovación y creación es muy reducida. De hecho cuentan con muy pocos científicos de prestigio y casi ningún premio Nobel de ciencias.
Por su parte, el sociólogo alemán Max Weber se refirió al examen como un instrumento de selección y no de educación. Sirviéndonos de sus palabras, podría decirse que cuando se escuchan demandas de exámenes y contenidos estandarizados, la razón que hay detrás de ellas no es una desinteresada apuesta por la calidad de la educación, sino el deseo de reducir la oferta para determinados puestos, limitándola a aquellos -mientras menos, mejor, de ahí las reválidas- que obtengan los títulos correspondientes.
Es cierto que el examen es un elemento omnipresente en la práctica cotidiana de la enseñanza, quizás porque en los sistemas escolares masificados y orientados a la consecución de títulos y resultados es difícil prescindir de este artefacto. Pero constatar su omnipresencia e inevitabilidad en muchas ocasiones no nos exime de señalar los efectos perversos que genera en la formación que reciben los jóvenes en los centros escolares. Lo que obliga a quienes se empeñen en la mejora de la educación a la búsqueda y desarrollo de estrategias que minimicen sus más negativas consecuencias. Sin embargo, la política educativa se dirige exactamente en la dirección contraria, pues la combinación de estándares de aprendizaje y reválidas que pone en marcha la Lomce tiene poco que ver con la calidad de la educación. Si no quieres caldo, dos tazas.
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