¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Adon León Carlos Álvarez Santaló le debo el uso y abuso de la palabra “donaire”, especialmente cuando intento civilizar a mis hijas. El primer día de clase en la Facultad de Historia, Santaló (se le conocía así) nos dijo que si alguien tenía alguna duda que levantase la mano “con donaire” y procediese. Evidentemente, en el uso de un vocablo tan demodé había algo de ironía, pero también una implícita reivindicación de las palabras hermosas y antiguas. Hoy, cuando algunas de mis cachorras se deja llevar por gesticulaciones de rapera le pido que actúe “con donaire”. No me suelen hacer mucho caso, pero la palabra queda flotando en el aire. Y sé que también en su cabeza.
Álvarez Santaló, que falleció el martes, fue uno de los representantes de una estirpe de catedráticos ya desaparecida y que todavía pululaba por los jardines de la Fábrica de Tabacos durante los 80 y 90, como dinosaurios pastando en un bosque cretácico. Eran profesores que cuidaban el vestir y fumaban en clase, que se movían con un cierto “donaire” y, sobre todo, hablaban con conciencia magistral (¡el verbo de Santaló!). Sus clases eran auténticas conferencias pulidas por años de profesión, donde uno no solo aprendía sobre la crisis del Antiguo Régimen, la fiscalidad de los Austrias o la demografía de dientes de sierra, sino también la sonoridad de las palabras, la belleza de la buena construcción sintáctica, el placer de la oratoria... Todo eso que odia la nueva pedagogía, que no ha parado hasta convertir al profesorado en técnicos de la educación, en coaching del conocimiento, en burócratas rellena-papeles... García-Baquero o Comellas no organizaban debates en sus clases, pero a cambio te dejaban retumbando en la cabeza durante horas un discurso del Conde de Toreno en las cortes de Cádiz o las dudas del señor inquisidor ante algún asunto de importancia.
Hoy, en la Universidad hay magníficos profesores. A muchos de ellos los conozco. Son gentes inteligentes y trabajadoras, de gran nivel. Pero, al igual que yo, son hijos de un tiempo de vuelo bajo en el que todo se ha contagiado de una cierta mediocridad –quizás más igualitaria, pero más gris–, de un siglo que desdeña el timbre solitario y embaucador de la palabra sin imagen. Aquellos catedráticos de tarima, cuyo único apoyo era un cigarrillo y una memoria de elefante, tenían más de Homero que de docentes del siglo XXI, pese a que trajeron a Sevilla no pocas novedades metodológicas y enfoques revolucionarios. Nos queda el recuerdo de las chaquetas oxonienses de García-Baquero, del donaire de Santaló o las insobornables corbatas negras de Comellas. Nos queda el estilo de los viejos profesores.
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