¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Si Margaret Atwood escribiera hoy la novela distópica que sirvió de base para las seis exitosas temporadas del Cuento de la criada, no tendría contexto geopolítico de realidad sobre el que construir la ventana de escapatoria y oportunidades que en la serie significó Canadá para las mujeres fértiles que huían de la esclavitud y la represión estadounidense.
Que Canadá acabe de anunciar un giro en sus políticas de migración, para pasar de ser uno de los países más abiertos y solidarios del mundo a imponer la perspectiva utilitarista del extranjero como mano de obra laboral (el modelo “acordeón”), es un aviso a navegantes sobre los tiempos turbulentos con que se empiezan a definir las nuevas reglas de juego en el tablero mundial de la movilidad.
Somos un mundo global pero solo porque así nos lo dice la tecnología. Abrimos y cerramos fronteras porque interesa al gobierno de turno (qué hace si no Marruecos con España en su política de chantaje continuo vía cayucos y asalto a las vallas de Ceuta y Melilla), modificamos las políticas de protección y asilo según vaya la economía y nos atrevemos a innovar externalizando esos centros de acogida con que Giorgia Meloni está deslumbrando a media Europa. Siempre hay un tercer país más necesitado, hoy es Albania o Uganda, pero mañana será el que toque con la única condición de estar dispuesto a traficar con personas para entrar en la ecuación mercantilista del neocapitalismo. Es así de simple aunque duelan las palabras. Conservadurismo, egoísmo y racismo. No hay demasiada distancia.
El varapalo que los tribunales han dado a la mandataria italiana es provisional y relativo. No se cuestiona el fondo sino las formas: el perfil y origen de los inmigrantes desde “países no seguros”. Aunque hay veces en que un toque de atención es suficiente para recular, no parece que sea el caso cuando la inversión previa es millonaria. En Canadá, son estudiantes extranjeros, la mayoría de la India, quienes se están quedando en el limbo por la mano dura con que el ministro de Inmigración, Marc Muller, quiere contener la creciente contestación popular por los problemas de la sanidad y el difícil acceso a la vivienda. Es más fácil visibilizar que los culpables son los otros que preguntarse por qué los Estados del Bienestar se han dormido en la foto fija de hace unas décadas. Ahora toca privatizar y externalizar. ¿Pero se puede comercializar con el derecho a una vida digna? Sí, estamos decidiendo que se puede.
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