Mireya Hernández

Ocho estampas sureñas y un hombre menguante

Relatos de verano

Mireya Hernández es escritora y periodista. Estudió Filología Inglesa e hizo los cursos de doctorado y el DEA en Ciencias de la Información. Ha colaborado en la 'Revista Leer', 'El Cultural', 'Jot Down', 'Ajoblanco' y 'El Salto' y ha trabajado muchos años como traductora, lectora editorial, gestora cultural y profesora de español e inglés, tanto en España como en el extranjero. En 2015 publicó 'Meteoro' en Caballo de Troya (Penguin Random House). Actualmente trabaja en una agencia de comunicación de Sevilla, escribe cosas y pincha música bajo el nombre de Juana de Arco.

Ilustración: Rosell
Ilustración: Rosell

20 de agosto 2018 - 07:12

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NADA más llegar vi la cabeza de un caballo rojo entrando en el maletero de un coche, la pelea entre dos conductores, una procesión, un diluvio, el sol luchando por abrirse paso en el gris del cielo. Las imágenes grandiosas iluminadas por las llamas de los cirios pasaban delante de mí como en un sueño. No podía dejar de mirar a los cofrades con sus capirotes blancos y morados, al nazareno saliendo de un taxi, a la vieja arrodillada a los pies del Cristo. La música se elevaba hacia el cielo y las salvas de aplausos brotaban desde todos los rincones. Había mujeres llorando, hombres llorando, niños abriendo mucho la boca, balcones engalanados.

Ante aquel desfile debí de sentir algo parecido a lo que sintieron los primeros conquistadores que encontraron oro en América, o lo que sintió Bernadette Soubirous al ver a la Virgen en la gruta de Massabielle. En cualquier caso no estaba preparada y lo que vi me explotó por dentro como explotan las palmeras en el cielo. Al caer la tarde entré en una iglesia y vi una inscripción en la pila bautismal: "Lavad vuestros pecados, no sólo vuestra cara". Luego supe que era la traducción de un palíndromo griego e inmediatamente pensé en "In girum imus nocte et consumimur igni". (*)

Aquellos días la calle olía a incienso, a azahar, a lluvia y a pescado frito. Una gitana gritaba en una esquina levantando sus ramitas de falso romero. Le traigo la suerte, señora, la suerte por la voluntad. Oía su voz perderse a mi espalda mientras caminaba desorientada intentando entender todo lo que ocurría a mi alrededor.

Un músico callejero me hizo pensar en Moondog, que se quedó ciego con 16 años después de que le estallara un cartucho de dinamita en la cara. En 1943 abandonó la granja de sus padres en Kansas y se trasladó a Nueva York. Vivió en la calle hasta 1972, ataviado con un yelmo, una lanza y una capa que se hizo en homenaje al dios nórdico Thor. Lo llamaban el vikingo de la Sexta Avenida. Durante tres décadas se dedicó a vender sus poemas y a tocar instrumentos que él mismo fabricaba. A menudo se quedaba de pie en la acera, en silencio, y mucha gente se le acercaba y hablaba con él sin sospechar que debajo de aquella barba larga se escondía un genio. Luego emigró a Alemania, donde siguió haciendo música hasta que murió a los 83 años de un ataque al corazón.

El anciano que toca frente a la catedral también vende poemas y tiene la barba muy larga. No sabría decir si está ciego, borracho o enajenado. Al pasar junto a él, las madres agarran la mano de sus hijos, los niños le señalan con el dedo, los adolescentes pisan sus papeles. Yo me sorprendo tarareando la canción de Sr. Chinarro que empieza: "Corona de espinas, tus hijos no te olvidan" y acaba repitiendo en bucle: "Era broma, era broma".

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Recuerdo que en el Sonoro los tercios de Mahou eran distintos y un camión de Coca-Cola nos tapaba la vista. Ismael se estaba terminando la copa cuando llegué y había quicos por toda la mesa. No sé si la culpa la tuvieron los mocos o aquella cosa dorada que venía de Acapulco, pero sé que salí un rato a despejarme y una fuerza centrípeta me impidió moverme de allí hasta mucho después de que Carlos viera el gofre en la pared del Entrelíneas y de que le tirara la cerveza a José con un toque maestro de mi mano derecha y acabáramos recogiendo cristales y pidiendo perdón a la chica que había salido a fumarse un cigarro o a tomar el aire sin saber lo que le esperaba. Creo que la porción de pizza de la que todos se rieron me salvó, y que gracias a eso pude hablar con Carmela en el Doctor, porque si no el surrealismo y el lúpulo que invadieron la noche no me habrían dejado hilar dos frases y aquello se habría convertido en otra cosa.

Hablaron de sandinismo, ahora me acuerdo. Yo tenía un paraguas aferrado a la pata de mi silla en la terraza bajo el toldo y al otro lado tenía a Ismael diciéndome que eran una panda de provincianos. Laura se reía enfrente, y el chico a su lado también, con sus ojos redondos de dibujo manga. Hablaron de astronautas, de comida picante, de próximos conciertos. Después llegaron Sajalín, Carter, los carteles saturados, las odas a Steve McQueen. Alguien dijo la palabra mágica, la palabra Murillo, y quizá fuera eso lo que desencadenó todo lo demás, porque de pronto me vi grabando a Carlos y a Ismael en otro lugar, me vi riéndome desde todos los ángulos posibles, en unas calles que parecían recorridas en círculo y unos asientos rojos rodeados de gente vestida de rojo como en una película de David Lynch. De la música no me acuerdo, pero recuerdo bien las patillas de José, y que en algún momento habló de Jaime Urrutia y enseñó su camiseta marxista y cantó algo de Gardel. Pérez Galdós también pasó por allí, y Juan, y Ana, y un chico de pelo largo al que creo que había visto antes en otro sitio. Ya digo que fue una noche extraña y memorable, y que ese mensaje de El culo de Mercurio que vi en la pantalla del móvil una de las veces que fui al baño tuvo que trastocarlo todo, porque yo seguía preguntándome cómo era posible que se hubieran juntado en el mismo espacio y tiempo todas aquellas personas, la camisa rosa, la guitarra al hombro, el sombrero negro, el inhalador, el humo.

(*) "Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego".

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