La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los 30 elegidos por Carlos Herrera
De la escombrera de libros del mercado del Tiro de Línea rescatamos un curioso opúsculo del ya desaparecido Julio M. de la Rosa. Es un librito modesto de la colección Cosas de Sevilla, publicado por el Grupo Andaluz de Ediciones y con un título desmesurado para su breve contenido: La narrativa. En realidad, se trata de un brazado de artículos sobre los novelistas de Sevilla a finales de lo setenta y principios de los ochenta del siglo pasado (qué extraño se hace usar esta fórmula estereotipada para nombrar a nuestro convulso, querido y añorado siglo XX, la centuria de la juventud del mundo, segundos antes de que, como dijera el maestro Luis Carlos Peris, llegase la “moda esa de internet”). Sigamos. Encontramos en estas páginas nombres conocidos y leídos –algunos más que otros–: los Manueles Halcón, Barrios y Ferrand, Alfonso Grosso, Aquilino Duque, José María Requena, Bernardo Víctor Carande, Antonio Burgos, Vaz de Soto; pero también constan otros cuya existencia ignorábamos y ahora nos proponemos localizar en cualquier montón de alguna de las muchas librerías de viejo que siguen dando su pátina de ciudad culta y altiva a Sevilla: Federico López Pereira, José Leyva, Eduardo Tijeras, Manuel Salado... En general, el librillo, que se lee en una tarde y aun sobra tiempo para una merendola de obispo cunqueriano, es un canto de amor a la novela. El propio Julio Manuel (lo estoy viendo en el pequeño, oscuro y ahumado cuarto donde escribía en su piso de Los Remedios) fue un consumado escritor de este género que obsesionó a los autores de aquellos años de narraluces y adictos al boom, pero que hoy anda arrastrado por el suelo debido a las nefastas políticas de los premios literarios de las grandes editoriales y a la general falta de ambición de la mayoría de sus cultivadores.
Pero no quería hablar hoy de esas cosas mundanas, sino de una figura fantasmal y enigmática a la que Julio M. de la Rosa apenas dedica unas líneas que, sin embargo, son lo mejor de estas páginas. Nos referimos a la catalana y afrancesada Paulina Crusat, mezcla de Virginia Woolf y Marcel Proust, a quien El Cejas (tal era el mote del autor en la Escuela de Nuevas Profesiones) recuerda escribiendo solitaria en una mesa del Coliseo o dando largos paseos por la Avenida de la Palmera, que aún era una larga perspectiva de villas y chalets sin los mamotretos que recientemente se han construido a mayor gloria del pelotazo urbanístico. Cómo esta “embajadora de las letras catalanas” (así la llaman en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia”) terminó viviendo y muriendo en Sevilla es algo que desconocemos, pero siempre es grato saber que tenemos un nuevo espectro al que perseguir. Uno más.
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