La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Cuarto de muestras
Cada persona es un inicio, y tiene en sus manos cuidar e incrementar la belleza y la justicia, o dejarse arrastrar por lo impersonal…”. Estas palabras las decía en una entrevista Josep María Esquirol a propósito de su nuevo libro La escuela del alma que estoy deseando leer. Me llevó el filósofo a la limpiadora del portal de casa, que todas las mañanas tiene una sonrisa y una palabra amable. A la madre paciente que deja a sus hijos discapacitados en el autobús que los recoge. Al empleado de banca que me saluda tras el cristal cuando paso. Al camarero que al ir por delante de su bar levanta la mano de la máquina del café en señal de afecto y me echa en falta el día que no voy. Al pescadero que disfruta dándome lo que más me gusta. Al guardia civil de la puerta del juzgado que me deja pasar con gesto cómplice, como si llevara un salvoconducto. Al funcionario esforzado que interrumpe su labor para atenderme. Al fiscal brillante que me hace esmerarme en mi trabajo. Al compañero contrario pero leal. Al juez preocupado que resuelve con tesón y sensibilidad. Al cliente que confía en mi labor. Al escritor que me trasmite la emoción de su poesía. Al que con sus manos sabias retrata en una pintura la vida. Al amigo que quiere que quedemos pronto. Al que me mira con detalle, me escucha con atención, me lee con verdad. Todos me enseñan la belleza del mundo y me incitan a mí misma a parecerme a ellos, a corresponder, a querer ser mejor. A ser un inicio constante de mi propia vida y a querer permanecer en las suyas.
Es incomprensible el empeño por detenernos tanto en lo feo del mundo. En las personas desagradables, en las indolentes, en los quejicas, en las groseras, en los poco esforzadas. Pareciera que anulan lo que más abunda que es lo bueno. No sólo nos detenemos en ellas, sino que además nos roban nuestro humor, nos contagian su falta de entrega, nos pegan su cansancio, nos arrastran a su pobreza de espíritu. Nos vuelven injustos. Nos convierten en uno de tantos.
Conocí a un maestro de la vida y de la abogacía que desde joven me enseñó a huir de los tristes. Son contagiosos, me decía categóricamente. Ese buen consejo lo procuro extender a todos aquellos que hacen el mundo más pequeño, más feo e injusto. Hay que prestar atención a aquellos otros que nos hacen reiniciar la vida cada mañana, persistir en nuestros afanes. Son muchos si no estamos distraídos.
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