La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Los conventos y monasterios de clausura siempre han despertado la curiosidad de los que vivimos al otro lado de sus altos y silenciosos muros. Vemos como van desapareciendo poco a poco, envejecidos, anacrónicos en una época de prisas y rentabilidades, de proyectos de vida que tienen más que ver con sobrevivir que con ganarse la inmortalidad. Abandonados, porque las congregaciones ya no despiertan la vocación de los jóvenes hiperconectados con todos los mundos posibles, no les queda otra que reagruparse como si se tratara de la reserva de una insólita tribu. Insostenibles económicamente, porque la divina providencia parece atender a otras necesidades más urgentes y del gusto actual. Incomprendidos, porque resultan extraños a esta sociedad la contemplación y el rezo. Sólo la belleza de la cal y los cipreses parecen serle fieles recalcando aún más su aislamiento.
Algunos no han tenido más remedio que reconvertirse, abrir sus puertas al mundo, cobrar la entrada y dejarse mirar por dentro. Exhibir ese camino místico tan íntimo y rutinario, tan apartado y lento, tan severo y convencido, tan rendido a esa suerte de amor ciego. Entrar en algunos conventos es asomarse al precipicio de una forma de vida distinta y distante a la nuestra que nos hace pararnos en seco, cerrar los ojos a la indiferencia o abrirlos a una trascendencia que tenemos olvidada. La austeridad tan aristocrática y contradictoria que exhiben nos confirma la frase de Séneca en su De vita Beata: “Es el alma la que nos hace ricos”.
En este tiempo de crisis de ánimo, de crisis con casi todo, entrar en un convento no sólo deslumbra por su belleza y por su historia, sino que también quita pesos de encima. Ayuda a relativizar el tiempo propio y los siglos que pasan como si nada, pero pasan. Ayuda a mirar sin los prejuicios actuales, a abrir la mente. A colocarnos desnudos delante de un espejo interior al que no solemos asomarnos.
La Cartuja de Jerez acaba de abrir sus puertas para ser visitada. Adentrarse en ella es descubrir muchos secretos apenas intuidos que ahora podemos ver con nuestros propios ojos. Desvelar parte de lo que fuimos. Descifrar el alcance de muchos de sus incontables símbolos. Recordar que cabe la elevación. La visita tiene como las buenas películas un final abierto, sin evidencias, en el que somos nosotros quienes decidimos lo que pasa, confortados con lo que hemos visto, extrañados, heridos de belleza, mejores. Cielo y tierra fundidos bajo un lema: Firme la cruz mientras el mundo gira.
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