La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Envejecimiento precoz no es, exactamente, que te salgan arrugas por reírte mucho –no, abuela– ni la huella de trabajos excesivos o el tabaco, sino aquello que les sucede a los libros que se editan, que ya quisiera el índice de natalidad parecerse a este boom que deja al célebre de los años sesenta en cosa de medio pelo. Rodrigo Fresán, extraordinario escritor y reconocido bibliófilo, define así a las novedades editoriales, que viven menos que las “efímeras”, insectos que no llegan a las 24 horas, tiempo que, al parecer, pasan reproduciéndose como posesas. Aunque aún no se ha descubierto la cualidad autorreproductora de los libros de papel, seguro que los libreros creen que se produce esa magia negra: no hay anaqueles ni mesas ni estantes suficientes para la cantidad de novedades que los acosan (lo del acoso también es expresión de Fresán). Antes elogiábamos el fondo de una librería cuando, efectivamente, aparte de los premios del año y los consabidos best sellers o la nueva obra de los muy reconocidos se podía encontrar a un Cervantes y a un Vázquez Montalbán, a Mantero y a Sor Juana Inés de la Cruz. Hoy los clásicos que caben son los que se recomienda en los itinerarios escolares y una novedad se convierte en pasado en menos de lo que se santigua un cura loco –otra vez tú, abuela, con tus dichos–. Medio en serio medio en broma, Eduardo Jordá me dijo un día que hay más escritores que lectores ya y que más que aprender a escribir, deberíamos aprender a leer. Dan fe sus entusiastas alumnos de los cursos de la librería Palas . No me extraña. No hay mejor regalo que un libro que te cambia la vida y se queda a vivir en tu cabeza. Cuando cierran una librería no sólo se nos muere un lugar en el mundo, se nos marcha el Tiresias que nos llenaba de luz las emociones y las inteligencias. Claro que las amenazas son muchas –tiene todos los números esa plataforma que te lleva el libro a casa en un pis-pas– y sin embargo yo sigo teniendo fe en la tribu leal de los lectores. Los lectores que convirtieron a Irene Vallejo en una estrella y su libro –¡¡¡la historia de los libros¡¡¡– en un acontecimiento editorial sin que ningún algoritmo lo hubiera previsto. Pero hace falta que los libros estén a la vista, hace falta que los libreros sean, además, maestros de lectores. De hecho, lo son. Sobrevivir a los alquileres inflados por la especulación, a los problemas de distribución y a la tentadora rebaja del libro electrónico no es fácil. Que un libro del año pasado no se encuentre no ayuda. Al contrario, ahoga el tiempo que a cada autor le toca. ¿Se acuerdan de Ordinaria locura- –la versión cinematográfica de Marco Ferreri de la novela de Bukowski– y esa sala de escritores autómatas? Cada libro y cada lector tienen su tiempo. Y el arte efímero es otra cosa, de eso sabemos mucho en Sevilla, ya te digo.
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