La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Un cachondo paisano nuestro de hace unos 2.000 años, tuvo la feliz idea de que llevasen sus restos mortales al nicho sumergidos en vinillo de la Bética. Un panteón con seis tumbas, para tres mujeres y tres hombres, según los arqueólogos que entienden del tema. Enterramiento familiar seguramente, pero que a mí me gusta pensar que eran tres matrimonios amigos.
Seis buenos colegas que quisieron prolongar ad aeternam las que fueran sus amenas veladas de un viernes o un sábado por la noche, en casa de una de las parejas cada vez. Cenas a la manera de esas que son frecuentes en las películas francesas, en una mesa de salón bien vestida o en las más íntimas y encantadoras mesas de las cocinas donde, mientras se preparan los picoteos, ya hay una botella de vino descorchada para ir brindando. Donde comen un buen foie gras, buenos quesos y, por supuesto, donde siempre hay copas y botellas de vinos de por medio. Todo ello con entretenidas conversaciones, con el tono de voz adecuado. Allí hasta los cuernos se llevan habitualmente con ese savoir faire parisino, que no sabe de teatrales aspavientos, a diferencia de las histriónicas escenas más a lo latino de esas también impagables comedias del cine italiano (siempre en la memoria ese Alberto Sordi en camiseta y gorrilla ciclista, comiendo espaguetis, con un pollo delante, un plato de tortellini y un botellón de vermut Carpano en Un americano en Roma, 1954).
En España nuestro cine no pasaba antes de la comida familiar con el tinto de litro y la botella de gaseosa. Ahora es raro ver en un film español una cena civilizada, siempre hay borrachos, drogadictos, sexo, gritos, vomitonas o meadas en el váter en vivo y en directo. Esa labor que hace el cine francés por los vinos patrios, se nos escapa en España en favor de la raya de cocaína o el cubata de botellón.
El ciudadano romano carmonense, tuvo el buen gusto de elegir para su tránsito, quizás a los Campos Elíseos, donde iban las almas virtuosas, una bella ánfora de cristal con vino blanco de la región. Aunque, si por sus pecados, el barquero Caronte lo conducía a través de la laguna Estigia hacia el Hades, el vino de la Bética compañero del postrer viaje le ayudaría a hacer más llevadero el amargo tránsito.
Yo que fui lector adolescente de H. P. Lovecraft y de E. A. Poe, además de los comics de Creepy, reconozco que siempre le he tenido cierta aversión a eso de ser enterrado en un pequeño habitáculo de madera hermético con varias paladas de tierra por encima, aparte de que ya no puedas ir a tomar unos tanques al Tremendo. Aunque siempre he pensado que lo cristianamente tradicional en nuestra tierra es el enterramiento en suelo (que además te proporciona la vanidad de que tu nombre quede esculpido en mármol), lo del fuego me va seduciendo, por terminar rápido y no ser pasto de los gusarapos. Pero como también he sido siempre rendido admirador de la saga artúrica, lo de la barca vikinga adentrándose en el mar mientras caen las saetas incendiando el navío (y de paso al muerto) me pone muchísimo, pero claro, como dice mi amigo Juan Ramón: “Quillo, eso no te lo paga el Ocaso”.
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