La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Para no haber leído ningún libro (ninguno de sus edecanes ha desmentido a Arturo Pérez-Reverte), la elección de Ginebra para la primera de las reuniones secretas o discretas, eso es a gusto del consumidor, resulta muy literaria por parte de Pedro Sánchez. Para empezar, es reforzar el mito del Gobierno Frankenstein, porque allí mismo, a orillas del lago Leman, surgió el mito en aquella yincana de terror organizada por el doctor Polidori en la que se llevó la palma el personaje creado por Mary Shelley. Para seguir, en Suiza, país extracomunitario, símbolo de los destierros crepusculares, están enterrados Joyce, Borges, Nabokov y Rilke, a ninguno de los cuales ha debido leer el inquilino de la Moncloa, palacio al que tan hermosas palabras dedica Valle-Inclán en Luces de bohemia.
Hay otro vínculo literario no exento de cierta extravagancia. El otro día presentábamos el libro sobre el futbolista Joaquín en Lora del Río. Cuando pronuncié la cifra de los 622 partidos que ha jugado en Primera División, Everest balompédico que comparte con Andoni Zubizarreta, esa barbaridad de partidos me llevó a la última novela de Jöel Dicker, El enigma de la habitación 622. El escritor ginebrino convierte su ciudad natal en epicentro de una trama que arranca con un misterioso asesinato. Este hombre siempre cumple el precepto periodístico del muerto en la primera línea. Me he imaginado a los interlocutores del PSOE y de Junts reunidos en ese mismo hotel con el verificador salvadoreño. Si al menos hubiera sido Mágico González les habría dado carnaza a los letristas de Carnaval.
Ocho siglos antes de la novela de Dicker, el reino de León era tan separatista como la Cataluña del Tsunami Democrático. Entonces no había hoteles pero sí muchos castillos. León y Castilla firmaron las paces en Toro en 1218 y doce años después se unificaron, dos sumandos que ahora forman parte de una comunidad autónoma. Pero había algunos flecos por resolver. Alfonso IX de León, el padre de Fernando III, se había casado dos veces, ambas bodas impugnadas por los respectivos papas Celestino III y Honorio III. Las dos esposas, Teresa de Portugal y doña Berenguela, dijeron pelillos a la mar y se reunieron en la población leonesa de Valencia de Don Juan. Trabajaban por la unidad, al contrario que los huéspedes del hotel de Ginebra, que tienen más aire de Pepe Gotera y Otilio que de una novela negra, aunque los nubarrones los llevan en el sueldo.
Pedro Sánchez ha emulado al camarote de los hermanos Marx: y dos huevos duros. Serán dos los verificadores, uno por taifa separatista. Como no hay nada nuevo bajo el sol, cuando Teresa y Berenguela se reunieron, la primera quería lo mejor para sus hijas Sancha y Dulce. Algún obispo haría de verificador para firmar el acuerdo de Benavente que garantizaba los derechos económicos de las hermanastras de Fernando III y las cláusulas en el caso de que se casaran, enviudaran, se divorciaran o se metieran a monjas. Esta novela de novelas se la debo al catedrático y biógrafo de reyes Manuel González Jiménez. Sancha murió en 1243 y Dulce en 1248, el año que su hermanastro recibió de los musulmanes las llaves de Sevilla.
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