La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¿Dónde está el límite de la vergüenza?
La bulla cotidiana ha vuelto. No me refiero a la de los estadios o las procesiones, sino a la de la calle sin más. Bullas en comercios, bullas al deambular, bullas sentados en veladores con clientes más pegados unos a otros que un vagón de tren. Haga la prueba, pase a la una del mediodía por la calle Mateos Gago y tendrá dificultades para encontrar una mesita libre cualquier día de la semana. A esa hora ya corre la sangría que se sirve en copas grandes y se bebe con cañita. Y vuelan las raciones de queso de rulo de cabra con esas mermeladas de frambuesa y esa zanahoria rallada que dan tanto colorido... para el que quiera cromatismo en el plato. Qué alegría de bullas en estas mañanas de luces cálidas con San Lorenzo con el cartel colgado de sede vacante. Los más avezados buscan la mesa en la calle trasera de Mateos Gago, que en realidad no tiene nada de trasera, pues estas calles que quedan en cierto papel secundario al ser paralelas a calles de gran peso e historia suelen ser feas como la espalda de un frigorífico o de una caseta de Feria. ¿Acaso no lo es Salado, trasera de República Argentina, o José de Velilla, trasera de Rioja?
Pues en Pasaje de Vila está la excepción de la norma. Se sienta usted en un velador de madera de los de la taberna de Álvaro Peregil y puede admirar largo rato el mejor doble pavimento de la ciudad: el adoquín auténtico y la losa de Tarifa. Casi mejor que en Mateos Gago. Sin levantarse, con solo echar la mirada hacia abajo, mientras le traen esa tapa de tortilla de patatas con toque de hierbabuena, o la de patatas aliñadas (lo de "papas" que lo digan otros) con una banderilla corta de melva. Y además puede contemplar cómo duplican y triplican mesas los taberneros próximos. Se levantan los franceses y llegan los portugueses. Se van los portugueses y llegan italianos. Cuando usted se ha tomado ya un simple aperitivo, hay mesas por las que han pasado y almorzado hasta tres grupos de clientes, un auténtico no parar que demuestra el retorno absoluto a la normalidad. En nada vamos a estar de nuevo hablando de los problemas de la turistificación, horrible término donde los haya. Y parecerá que el tiempo no ha pasado y que la pandemia ha sido una pesadilla. La memoria, tan selectiva, discriminará los recuerdos en una eficaz maniobra de autoprotección.
Si no nos acordamos de cuando los españoles buscaban trabajo en Alemania, menos recordaremos los meses en que las calles estaban vacías y los negocios se cerraban para siempre por toda España. En muchas tabernas y comercios podrían colocar un azulejo: "Este negocio resistió a la pandemia del coronavirus. Sirva de homenaje a nuestros fieles clientes".
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