‘Emosido engañado’

La lluvia en Sevilla

Sostenemos en el aire una Sevilla que, a lo mejor, solo vive en la memoria o, a lo peor, solo existe en sueños

21 de junio 2024 - 08:42

No es casual que una pintada en una pared de Alcalá de Guadaíra, que advertía como buenamente podía de que “Emosido engañado”, se convirtiera casi en un canto generacional. Que nos han tomado por tontos lo sabe hasta un tonto cualquiera. Lo saben los engañados y lo saben los engañadores, con la diferencia de que éstos, por la cuenta que les trae, lo disimulan. No conozco a nadie en sus cabales con verdadera fe en la propaganda, la publicidad, los argumentarios, los perfiles del Tinder, las cremas reductoras, los improvisados guías turísticos, los coachs, los folletos de ofertas… Todo lo que se convierte en mercancía de zoco merece ser mirado al trasluz. Otrosí, conviene poner lejos a los listos que prometen acabar con tanto engaño a base de engañar más, como paso previo a extender el negociado de sus peligrosas sectas: les llaman fakers, otrora “mala gente que camina”, y en cuanto pueden, se cuelan en las elecciones europeas.

Pero hoy me detengo en el “Emosido engañado” de kilómetro cero, para hablar de la falsificación de Sevilla, de ese proceso (nada novedoso, sino sencillamente cada vez más extendido) de sustitución de lo que tenía entidad propia por una réplica comercializable, un sucedáneo con esforzada apariencia de genuino. Un ejemplo: donde antes había un bar cualquiera -su barra, sus parroquianos, precios módicos, sus animadas charlas- ahora hay aparentemente lo mismo pero hecho en pichiglás, más carero y con otro propietario, que se ha hecho a su vez con otros locales y establecimientos de la zona. A los camareros los disfrazan con una incomprensible gorrilla chulapa y un pinganillo, y se implanta un sistema paralelo de cuenta a tiza en la barra -da solera- y códigos QR. Los aborígenes, que huelen la falsía y la clavada, se desplazan a otros sitios, ya reductos. Otro: hay barrios en los que los guías señalan con el dedo, como si existiera, todo lo invisible: patios que no están; árboles talados, casas de labor y peñas convertidas en apartamentos o improvisados museos gremiales; vecinos que acabaron viviendo y muriendo extramuros, de los que (eso sí) se conserva un azulejo en la fachada. En ocasiones, los propios habitantes de la ciudad sostenemos en el aire una Sevilla que, en los mejores casos, solo existe en la memoria, y en los peores, únicamente en nuestros sueños. Tan descabellado resulta aferrarse, con pegajosa nostalgia, a una Sevilla perdida, entendida como “la auténtica Sevilla” -las ciudades siempre están en transformación, lo que hay que preguntarse es a favor y en contra de qué y de quiénes se abren y se cierran- como hacer de ella una réplica friendly- y turistificada de sí misma. No hace falta que diga Ortega y Gasset -ya lo digo yo- que “toda esa quincalla meridional nos enoja y fastidia”.

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