¿Por qué el ejército?, ¿por qué la política?

05 de noviembre 2024 - 03:07

Opinan algunos doctos que uno de los problemas del mundo que nos ha tocado vivir es lo que llaman la antipolítica, que grosso modo es la política que practican los antisistema de derechas e izquierdas. Sin embargo, en la percepción general del denominado “ciudadano de a pie” cala cada vez más la idea de que el gran obstáculo de la España actual es el exceso de mala política, de la fetén, de la que representan los partidos de buena familia y sus tropas auxiliares. Lo vimos muy claramente el pasado domingo en Paiporta, que ya ha pasado al imaginario nacional como la ciudad mártir de la DANA de 2024. Las desoladoras imágenes de la turba (las cosas tienen su nombre) insultando y arrojando barro y algún objeto a las autoridades, con los Reyes, Sánchez y Mazón a la cabeza, no son una casualidad ni una conjura judeo-ultraderechista, como se empeña el Gobierno en decir. Responden, ante todo, a un profundísimo hartazgo ante una clase política que aprovecha cualquier acontecimiento, aunque esté lleno de muertos y desolación, para montar su particular numerito Pimpinela. Ante esta tropa es muy difícil no alistarse a la antipolítica, muchas veces liderada por tahúres de la catadura de Alvise.

Llama la atención que el principal clamor de los valencianos afectados por las inundaciones haya sido el envío del Ejército a la zona. Esto puede deberse fundamentalmente a que las Fuerzas Armadas tienen las capacidades de campaña necesarias para atender a los damnificados. Pero también a que el Ejército es una institución intrínsecamente apolítica, cuyos valores son los contrarios a los que exhiben a diario los gobernantes: sentido del deber, abnegación, disciplina, sacrificio, patriotismo, valor. Tampoco es casual que la Corona –otra institución fuera de la lucha de partidos– haya salido reforzada del tumulto de Paiporta. Sobre todo, porque mezcló las virtudes castrenses que el Rey aprendió en las academias con las de la mejor política, esa que deberían practicar nuestros representantes: empatía, sentido de la responsabilidad, templanza... Felipe VI ha vuelto a superar un endiablado test de estrés.

La política en una democracia puede y debe ser un oficio honorable. Solo así sus miembros se ganarán el respeto de una sociedad (de soltera, pueblo) que empieza a verlos como un problema más que como una solución. Más allá de la palabrería hay que demostrar conocimientos en las materias, eficacia en la gestión y convicciones sin sectarismo. Lo que nunca se debe hacer, como hemos visto en estos días, es usar una tragedia nacional para hacer politiquería de la más baja estofa

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