Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
Hace muchos años, era yo todavía estudiante, mi padre me dedicó un libro con unas bienintencionadas palabras: “A mi hijo, en la seguridad de que pronto me superará”. Palabras bienintencionadas, sí, aunque ciertamente no proféticas. Nunca llegué a superar a mi padre en nada, al menos en nada importante o que fuese mérito mío, aunque tampoco sea ningún drama y aunque tal vez él, benigno, discrepara de mi impresión.
Supongo que a muchos de ustedes les habrá pasado: mueren los padres y sigue, inexorable, la vida (“Y pensar que después de que yo me muera, aún surgirán mañanas luminosas, que bajo un cielo azul, la primavera, indiferente a mi mansión postrera…”; lean a Foxá aunque discrepen políticamente). Los afanes y el activismo de cada día nos aplastan. Parece que en buena lógica el recuerdo de los padres se queda atrás, cada vez más borroso, difuso, infrecuente. Y, sin embargo, cada día, todos y cada uno de los días del calendario, nos acordamos de ellos, notamos su influencia (no sólo pasada, también actual, siempre actuante) en nuestras vidas, influencia benéfica y exigente por su ejemplo alargado.
No es necesario creer en la comunión de los santos, ni en la vida futura en ninguna de las visiones que de la misma puedan ofrecer diversas religiones, ni desde luego en peligrosas memeces espiritistas, para poder notar esa influencia de nuestros padres. Basta con tenerlos presentes, incluso sin pretenderlo. Imagino que habrá quien se llevara fatal con los suyos y no quiera ni acordarse de ellos, claro, y les compadezco. No fue, ni es, mi caso.
Enlaza este excurso un tanto impúdico, ya me perdonarán, por el hecho de que “lo más excelente y meritorio es saberse heredero” (Chesterton dixit), con la lectura, para mí entusiasmante, de Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu, de Enrique García-Máiquez. Lo terminé prácticamente en dos tardes de intenso disfrute. Muy bien escrito, culto pero amable, con sentido del humor, trufado de invitaciones a leer otros libros. Una obra que te recuerda que se puede ser mejor, que uno debe exigirse ser una mejor versión de uno mismo. Que se puede y se debe tener orgullo de los orígenes, sean los que sean, pero no para dormir sobre ellos sino para usarlos de fundamento, de base, de cimentación para crecer. Ya saben, enanos encaramados sobre los hombros de gigantes.
Si tras terminar ese libro no se quedan un rato pensando ni tienen ganas de volver (o ir por primera vez) a Jorge Manrique y Las coplas…, o a Shakespeare y Cervantes, o a D’Ors y Scruton, o alguna de las docenas de autores que García-Máiquez cita de forma atractiva y pertinente, es que son ustedes casos perdidos, mejor vayan al chiringuito sin complejo alguno y pidan lo que más les guste (a ser posible, y ya que estamos en modo literario, hagan caso a Falstaff y beban vino de Jerez). No pasa nada, no tiene por qué gustarles leer o pensar, se puede ser excelente persona también así. Pero menos. Dicho sea con ánimo provocador, ya me perdonarán.
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