¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Cuando a mi amiga Elena se le acercaba el momento del parto de su primer hijo, Santiago, yo ya era madre de 3 niñitas preciosas que habían dejado de ser bebés. Podría haberle dado consejos (tips, que dicen ahora los cursis modernos) y asesorarla basándome en la vertiginosa experiencia de haberme convertido en madre de familia numerosa a los 32 años.
Sin embargo, lo único que consideraba verdaderamente importante decirle era que en el mismo momento en que Santi saliera de su cuerpo se lo pegara a la nariz y no dejara de olerlo ni un instante. Un olor que solo perciben las madres y que apenas dura unas horas. Si me concentro soy capaz de sentir ese aroma dulzón de la vida recién nacida.
Elena lo hizo con su primero y con los dos rubísimos que vinieron después, y creo que me lo agradeció. Historia de nuestras vidas.
En la actualidad estoy indignada con los rubios de Elena y con mis preciosas hijas. El ritmo de crecimiento que han mantenido durante todos estos años me parece intolerable. No les perdono eso de hacerse mayores sin interrupción, y, sobre todo, sin permiso.
Ellos y solo ellos son los que me marcan el paso del tiempo. Mi cerebro me hace creer que tengo 35 años, no los 47 que cumplí, y es únicamente al observar su magnífico desarrollo cuando soy consciente de esas señales que hay en mí, que estoy centrada en ignorar y que antes no existían.
Los ruiditos con los que acompaño ciertos movimientos que requieren algún esfuerzo; el placer de levantarme temprano para “aprovechar bien el día” (vaya expresión más catastrófica); no me gusta trasnochar; he desarrollado una capacidad para ignorar a la gente que me rompe la armonía, que habla demasiado alto o solo de sí mismos y de los que creen saberlo todo; ahora sé que el éxito no está en el dinero, sino en la familia; le temo a una resaca más que a una vara verde; las incipientes canas y el capital que invierto en cremas; más que nunca tengo a Dios presente en mi vida; dejé atrás la ilusión de ser madre de nuevo para cambiarla por la de llegar a ser abuela; ya no experimento con mi pelo porque ahora me favorece la “media melena” (otra expresión desastrosa); el podólogo es mi mejor amigo; por lo visto ya no me gusta el gin tonic; llevo bailarinas en el bolso por si me molestan los tacones; ya no envidio nada porque todavía tengo a mis padres vivos y sanos; se acabó lo de la talla 38 y tener cinturita, ahora es cintura rotunda; ya casi soy capaz de decir que no; las gafas de la presbicia son mi nuevo complemento favorito; tomo vitaminas; lo que más valoro de mi casa es mi colchón; no me gustan las reuniones demasiado numerosas; de repente tengo pecas en el dorso de la mano; qué feas se me están poniendo las rodillas.
¡Y todo por culpa de los niños de Elena y de mis hijas, que no paran de crecer y cambiar!
Pero yo voy a seguir ignorando su imperdonable desarrollo y mis señales, y convertiré en lema de vida esta frase que una vez leí:
Un día eres joven y al siguiente estás buenísima para la edad que tienes.
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