
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
No nos engañen, hablemos de la guerra
Para que esto no sepa a hoja parroquial, comenzaré aclarando que no tengo ningún credo religioso, ni falta que me hace para sentir la fuerza de ciertos símbolos y relatos –todas las deidades, recuerda Willan Blake, residen en el corazón humano–, conocer la cultura en la que me inserto o para merodear e incluso practicar algunos rituales, quizá los más paganos, propios de esta tierra. A nadie de aquí le extrañará lo que de Despeñaperros hacia arriba resulta incomprensible; que una anciana –pongo por caso– en desacuerdo con la postura de la Iglesia en demasiadas cosas, rompa en llanto al ver salir a su Señor Cautivo del Tiro de Línea mientras se dice a sí misma por lo bajo “Yo me entiendo”. Por suerte, aquí y ahora no va a hacer falta explicarlo. Como tampoco hace falta explicar, sino cotejar en las calles, que en Sevilla no solo conviven, sino que incluso se funden distintas maneras de vivir y entender los días de Cuaresma, sin duda los mejores del año. Para transversales (esa palabreja), estas vísperas. Salvo esos pocos que piensan que no hay forma que valga, solo la suya, el resto disfrutamos a tope estos días y su ambientazo en armónica convivencia y como dios nos da a entender, unos desde el recogimiento y otras desde no encontrar manera de recogernos.
Hace un rato mis vecinos, hermanos de la Estrella, me han propuesto un plan para el finde: irnos de capillas. O lo que es lo mismo, echar la mañana paseando de un barrio a otro, guardar cola, entrar en los templos, asistir a algún concierto, abrirnos a lo que nos brinde el instante, disfrutar de arquitecturas, colores, fragancias de exorno, símbolos. Después –cae fijo–, una cervecita y bacalao en algún rincón de esos en cuyas servilletas reza: “Buen ambiente cofrade” (frase que hace pensar que también hay ambientes cofrades que son malos). Ante la propuesta, he recordado aquella vez en la que fui a trabajar en Roma en vísperas de Semana Santa: se me antoja estar todavía sentada en un templo al que me condujeron las voces angelicales de un coro, con la mirada perdida en unos frescos como de Piero della Francesca. Me sentí afortunada de vivir aquel momento en aquella ciudad eterna. Sería torpe no valorar, por tenerlo tan a mano, lo que siento como propio en esta otra.
Por supuesto, a mis vecinos les he dicho sí. Acudiré como testigo disfrutón, pero no como extraña o turista, sino como parte de una vivencia popular –ese gato indómito al que, por suerte, no hay poder que le ponga el cascabel– que por descontado me pertenece. Incluso alzaré una plegaria –por si acaso Dios creyera en mí–: que estos días no se extiendan sin sentido a lo largo del año ni se malversen en enésimas salidas extraordinarias, traslados, Magnas. El año pasado, Sevilla tuvo en la calle 3,3 cofradías por día: reniego.
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