La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Recuerden ese relato en el que el divino Borges se inventa una enciclopedia china titulada ‘Emporio celestial de conocimientos benévolos’, que divide a los animales en categorías completamente absurdas para el hombre occidental: pertenecientes al Emperador, embalsamados, amaestrados, innumerables, dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, que acaban de romper un jarrón, que de lejos parecen moscas, etcétera. Nos, infinitamente más alicorto que el gran ciego del barrio de Palermo, nos contentamos con dividir al reino animal, al menos a lo que al zoon politikón se refiere, en dos categorías: cursis y no cursis. A estas alturas, poco nos importa que alguien sea de derechas o izquierdas, ateo o creyente, vascongado o tuareg... lo importante, lo que divide al mundo por un muro mucho más alto que el que levantó Pedro Sánchez en su último discurso de investidura, es la cursilería, pecado mortal difícilmente perdonable. Por ejemplo, ateniéndonos al panorama político, podemos decir que Esteban González Pons, Yolanda Díaz o Rufián son cursis, pero no Míriam Nogueras, Cayetana Álvarez de Toledo o Margarita Robles. Y, por supuesto, lo es hasta niveles empalagosos la ministra de vivienda, Isabel Rodríguez, lo cual tiene su mérito en alguien de nación abenojareña. Como saben, Rodríguez defendió recientemente, en sede malagueña, el derecho de los andaluces a la vivienda para poder descansar después de servir “un vino y un espeto” a los turistas. La ministra se olvidó de los ingenieros, profesores, chaperos, fontaneros, marujas y zánganos que también habitan la ciudad mediterránea. Para su mentalidad, en Andalucía, todos vestimos mandil y calzamos bigote. Este prejuicio no deja de ser curioso, porque históricamente el vino no lo sirvieron en la Andalucía sus naturales, sino las gentes provenientes de la Montaña, Soria y las provincias del antiguo (por ahora) Reino de León. Cuando un poeta tan inmune a cualquier grado de cursilería como Fernando Villalón escribió aquello tan conocido de “Echa vino, montañés, que lo paga Luis de Vargas” no estaba más que haciéndose eco de un tópico: el del tabernero norteño que prosperaba en el sur montando una abacería. Es cierto que el jándalo (así se les llamaba en Cádiz) no era un ser explotado y sometido a horarios insoportables y sueldos exiguos, sino lo que hoy llamaríamos un pequeño empresario que, a base de trabajo y de dormir debajo de la barra, conseguía labrarse una posición en esta Andalucía que siempre tuvo (todavía lo tiene) algo de frontera y de tierra de oportunidades. Pero quizás estas argumentaciones historicistas sean demasiado para quien la pujante y tecnológica Málaga no es más que un dormitorio de camareros.
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