¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
De primeras, pese a la aparente desarmonía, destacaba el rostro aniñado de la Piedad del Baratillo, expuesta en besamanos, con el de la Virgen más doliente y madura que aparece en el descendimiento que tallara Pedro Roldán y que pertenece, como el resto de figuras policromadas por Valdés Leal, al retablo de Dionisio de Ribas. Es la gran obra sacra que ahora, ya restaurada, luce primorosa en la diáfana espaciosidad de la Parroquia del Sagrario. Pensé fugazmente en el descendimiento satírico de La Ricotta, el cortometraje de Pasolini que inspira su idea del catolicismo arcaico. En el Sagrario, bajo el halo dado, la iconografía de la Piedad te hacía pensar en los más variados referentes.
Al menos esta vez una coronación canónica ha servido para que disfrutáramos de este peculiar encuentro entre dolorosas, mientras la imagen baratillera de Fernández-Andés, con el Cristo muerto de Ortega Bru, lucía para veneración y curiosidad de devotos, turistas metomentodo y convidados de ocasión (incluidos los convidados de piedra). Puestos a escoger, uno no sabría decir si prefiere la adultez expresiva de la Piedad de Montes de Oca (Servitas) o la de la Sagrada Mortaja, obra también de Roldán. La Piedad del Arenal se ensimisma en su dolor enigmáticamente dulce. Su imagen nos remite por ensalmo a una idea de lugar, como es el Arco del Postigo, con la azulejería baratillera que nos recuerda, llegados a cierta edad, nuestro desandar por la memoria.
Miguel Ángel quiso remarcar el contraste entre el inefable dulzor de su joven Pietà y el cuerpo exangüe del hombre de 33 años que sostiene en su regazo. Polémicas aparte, siempre me impresionó el viso tumulario que propaga la Piedad del Valle de los Caídos, obra de Juan de Ávalos y Taborda (1952) que presidía el acceso a la cripta. La piedra caliza y negra de Calatorao con la que está hecha se fue deteriorando hasta su más que simbólica erosión. Otro rostro enigmático es el que ofrece la tela de la Piedad de Luis de Morales El Divino. La madre luce apenada pero contenida ante la lividez cadavérica del hijo muerto.
Bajo las naves del Sagrario se aparecía también la turbadora Piedad de Bouguereau (1872), que nos mira de frente, con sus marcadas ojeras, como si nos interpelara acusadoramente mientras abraza el cuerpo exánime y blanquísimo del fruto descendido de la cruz. Madre e hijo destacan con sus doradas mandorlas. Una corte de ángeles andróginos acompaña la escena, cuyo centro es esa mirada frontal de la doliente, tan distinta de esa otra vista perdida en lo dulce y que nos trajo, no sin reservas, hasta el Sagrario.
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