Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La aldaba
La felicidad está en las cosas sencillas, no en los viajes al Caribe donde se pillan colitis y que después hay que pagar en (incómodos) plazos. La felicidad está al pasar por la Alfalfa, la plaza donde ya es difícil desayunar, pero con un kiosco de flores con aromas a varas de nardos que te dan los buenos días más frescos. La felicidad está en el peatón que te cede el paso al verte cargado, en el conductor que prefiere esperar sin acritud a que pasen todos los guiris por la estrechez de Águilas antes que meterse poco a poco valiéndose de su posición de fuerza, o en el vendedor de la ONCE que sonríe y no deja de sonreír ofreciendo la mejor versión del ser humano. La felicidad no está en las experiencias de consumo, sino en el encanto de la cotidianidad. En alguien que de pronto te regala un décimo de lotería, en un camarero que con su buen oficio convierte un café de tránsito en un momento agradable, en el tendero que te da todas las facilidades para llevarte a casa una prenda y te ofrece devolverla en caso de problemas, en un comentario que levanta el ánimo, un recuerdo que enriquece el espíritu, un sonido que enaltece el alma o un olor que despierta la memoria más feliz. La felicidad está en una cerveza disfrutada en un tablero de aluminio sobre tres cajas de Cruzcampo en el interior de la taberna El Tremendo. Doce minutos, dos tanques sin tapa, una buena compañía, una tertulia distendida y una inmejorable atención. No hizo falta más, nadie metió prisa, nadie empujó, nadie presionó para que los clientes consumieran más.
El hábito de siempre, de toda la vida junto a un ventanal con derecho a contemplar una lluvia fina. Una cervecería que hoy sería denominada como un espacio de libertad y que es El Tremendo de siempre, el de antes de la pandemia, el que lleva atendiendo a generaciones de sevillanos. La vida son doce minutos con una sencilla cerveza que genera una tertulia entre dos sevillanos procedentes del Salvador y camino de Santa Catalina. El encanto de la sencillez de siempre es la mejor experiencia en unos tiempos que han complicado todo lo que era natural. Hay bares que, en efecto, son santuarios de esa libertad perdida tras la pandemia. Ni siquiera hacen falta esos veladores altos y gruesos de otros establecimientos que parecen pupitres antivandálicos de instituto, ni los taburetes minimalistas donde es mejor no probar suerte en caso de problemas con la báscula. Doce minutos, dos tanques, un bar de toda la vida y a seguir el camino. La vida es eso que pasa cuando dos amigos brindan con los tanques de la paz, rubios y fríos, blancos y amarillos como la bandera vaticana. Doce minutos que son la espuma feliz de la existencia.
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