¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
la tribuna
LA desafortunada actuación de la Inspección en el caso de un colegio de la sevillana localidad de Castilleja de la Cuesta -enfrentándose a la comunidad educativa al vetar la continuidad de un director apoyado unánimemente y nombrar para el cargo a una persona ajena al centro- es un ejemplo más de la necesidad de perfilar más claramente algunos aspectos de la dirección de los centros escolares. El asunto fue tratado recientemente en un seminario organizado por los colectivos Fedicaria y Redes. La mayor parte de los intervinientes estuvieron de acuerdo en resaltar precisamente el complicado estatus del cargo, a caballo entre ser representante de la comunidad educativa, siendo a la vez representante de la Administración educativa y estando bajo la supervisión de la inspección educativa.
De hecho, la legislación sobre la selección, nombramiento y evaluación del director de un centro escolar es reveladora de ese difícil punto de equilibrio. Así, mientras la propuesta de director está en manos de la comunidad educativa, sus funciones son más propias de un delegado de la Administración en el centro, en tanto que la evaluación y posible continuidad depende prácticamente de la opinión de la inspección, aunque esa opinión se contradiga frontalmente con la de comunidad educativa que lo eligió. Todo un enredo que suele generar desajustes.
Quizás estos desajustes sean el resultado lógico, aunque no necesariamente inevitable, del proceso de transformación de la función directiva emprendido en los últimos años. Ese proceso ha ido transitando desde la figura de un director docente que se debía a la comunidad educativa hacia otra, cercana al modelo francés, en el que es un gerente que forma parte de un cuerpo distinto al de los docentes. Hasta los primeros años del presente siglo, la dirección de los centros escolares en España respondía al primero de los modelos antes mencionado, pero a partir de esa fecha, con la progresiva introducción de formas de gestión empresarial en los centros escolares, la figura de la dirección se va aproximando al gerencialismo y apuntando a la profesionalización. Aunque es cierto que el modelo profesional es el que se vende hoy más fácilmente, no hay evidencias que demuestren fehacientemente su mayor virtualidad.
En Andalucía, a partir de la LEA y de los nuevos Reglamentos Orgánicos de los Centros, se ha ido potenciando un modelo mixto en el que, si bien es la comunidad educativa la que selecciona a la persona que va a ejercer la dirección, la Administración potencia un perfil profesional, concediéndole cada vez más capacidad de decisión, así como atribuciones que anteriormente tenían otros órganos, y potenciando su formación técnica. De alguna manera, el director o directora actúa como brazo ejecutor de la Administración en los centros escolares, pero, al mismo tiempo, mantiene vínculos con la comunidad educativa, pues, en última instancia, el Consejo Escolar es el que otorga legitimidad a su nombramiento. Pero su actuación debe ser sometida al dictamen de la inspección educativa, que, más allá de la supervisión y vigilancia sobre el cumplimiento de la legalidad, tiene en sus manos la renovación en el cargo por un periodo de cuatro años, lo que resulta algo incoherente con el procedimiento de selección, en el que el papel determinante le corresponde al Consejo Escolar. En todo caso, esta mixtura de dependencias, referencias, funciones y rendición de cuentas ante distintas instancias, es el reflejo del modelo híbrido de dirección por el que se ha optado en Andalucía.
A pesar de los inconvenientes que esa opción plantea, quizás sea una fórmula que puede resultar eficaz para resolver las tensiones que suelen producirse entre las prácticas de los centros escolares entendidos como comunidades o entendidos como meras unidades administrativas. Desde mi punto de vista, la dirección debe contar con la complicidad y confianza de la comunidad educativa, pues resulta imprescindible su implicación en la mejora de la educación. Al mismo tiempo, es necesario evitar, por una parte, las pulsiones corporativas que tienden a patrimonializar la dirección en beneficio de intereses particulares de sectores de la propia comunidad educativa, y, por otra, la desnaturalización que puede suponer convertir el cargo meramente en una jefatura de sección dependiente de una jefatura de servicio.
No resulta fácil mantener una posición de equilibrio, pues, a veces, los intereses de las distintas partes implicadas en la educación pueden ser divergentes. Contando con esa dificultad, creo que merece la pena empeñarse en atender a los desajustes que lógicamente se producen en este modelo de dirección. A este respecto, para definir el estatus de los directores escolares, podría tomarse como referencia el principio de que es la comunidad educativa la que otorga su confianza a un proyecto solvente -con el que se implica y del que participa- y, por su parte, es la Administración educativa la que pone en manos de la dirección los recursos y la autoridad para que ese proyecto pueda desarrollarse. Bajo esta perspectiva, la continuidad en el cargo debería evaluarse en función de comprobar si la comunidad educativa mantiene y renueva su confianza y de si ha utilizado de forma razonable los recursos que le proporcionó la administración. Proporcionar a la inspección un papel determinante en ese proceso constituye un desajuste arriesgado.
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