La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
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EL 30 de mayo de 2015 se jugó en el Nou Camp la final de la Copa del Rey entre el Athletic y el Barcelona. El resultado fue de 3-1 a favor de los propietarios del terreno, pero la noticia no fue esa, sino la enorme pitada y abucheo que los 90.000 energúmenos que llenaban el estadio propinaron al himno y al Rey de España ante el indisimulado regocijo de Artur Mas. Fue la primera de las muchas humillaciones públicas que Felipe VI ha tenido que sufrir a lo largo de un reinado de plomo que, si ha cumplido diez años, a él se le debe figurar eterno. Aquel día se puso en claro la indignidad que ya se había apoderado de la vida española, la indignidad de toda una nación -y especialmente del gobierno de Mariano Rajoy- incapaz de reaccionar ante semejante ultraje, pero sobre todo la inmensa soledad que, al menos eso parece desde la distancia, ha acompañado siempre al Rey. Aquel día comenzó la lenta y continuada erosión de un monarca honrado y capaz, incorruptible, al que, precisamente por eso, todos han intentado y logrado arrinconar, recortar o desvirtuar sus poderes constitucionales hasta hacerlo parecer un mero títere en manos de los peores gobernantes de que hay recuerdo en España.
Sólo unas semanas después don Felipe estuvo en Sevilla, en la Real Maestranza, para presidir uno de sus actos. El aplauso largo, hondo, unánime que lo recibió tenía mucho de desagravio, de aplauso armado. Este cronista pudo escribir entonces: “¡Qué hermoso sería un Rey asomado de una vez al sol de España! Que le hablara como a una novia, como a una madre”. Ese día llegó el 3 de octubre de 2017, el más glorioso del reinado, cuando España reconoció en la voz del Rey todo el poder, la fuerza telúrica de una monarquía que se remonta a tiempos primordiales. Voz de padre y de pastor, de hacedor de justicia y de jefe de guerra. Y sus enemigos temblaron para luego acabar en la cárcel o huyendo en un maletero. Y España suspiró y rio. Hoy, anulado aquel impulso por el entorno mediocre del que ningún rey ha podido librarse, todo parece cuestión de “apretar los dientes, aguantar la infamia y mirar tristemente al cielo negro, a la nada”, como aquel día en Barcelona. ¡Qué pena de Rey, qué pena de España! Aunque la esperanza nunca fine.
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