La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Después de leer la conmovedora –y ácida, incomoda, tierna– novela de Rosario Izquierdo, Pasión Nails, además de otras reflexiones sobre clase, marginalidad, imagen, emancipación femenina y un largo etcétera, me dio por rebuscar el significado de expresiones que hablan de uñas, esas que me comía de pequeña – y no tanto– y que pueden resultar, en según qué manos, armas de destrucción masiva. Devorar uñas, aparte de una muy mala costumbre infantil –de la que se nos despojaba con métodos propios de Guantánamo sin que Save the children interviniera, que se sepa– es una metáfora eficaz de esos nervios que nos atacan a veces y que resultan difíciles de controlar a pelo. Examinarte de carnet de conducir, por ejemplo, la EVAU a cualquier edad o conocer en persona a alguien que amas o admiras en privadísima intimidad: todas esas situaciones te impelen a que te trague la tierra o en su defecto y más plausible a comerte las uñas hasta el codo. Por el contrario, clavar las uñas en rostro ajeno y hasta en el propio es una imagen que tiene más fuerza que El Grito de Münch. En mi niñez las uñas limpias y romas eran propias de monjas o de niñas raras –la que suscribe– poco dadas a los afeites femeninos tal como los tacones, los escotazos y sin ninguna duda las uñas largas y pintadas de rojo pasión. Ahí hemos basado algunas nuestro paradigma estético de rebeldes que no daban la talla oficial y que convertimos la necesidad en virtud: mejor Pardo Bazán que Marilyn. Pero como la vida imita al arte o a la filosofía y no te bañas en el mismo río jamás, ahora que andábamos cómodas en nuestras vestimentas de mujeres sin canon femenino llegan las hordas latinas y aquellas en cuyo nombre hemos hablado tanto –las chicas de barrio– y se blindan con un “uñerío” que hace que Uma Thurman parezca Sor Citroën en Kill Bill. Qué bien lo cuenta Rosario Izquierdo, cuánto de paternalismo etnoclasista (se me admita la expresión) hay en quienes nos construimos contra un estereotipo y nos encerramos en el propio. Cuánto de contradicción en unas y en otras, las liberadas de uña corta, las liberadas de garras largas de colores y brillantes. Todas un poco libres, todas un poco sometidas. Las uñas además son retrato del Mal en cuentos y leyendas: las brujas las lucen negras y curvas, en manos que con la edad reconocemos como artríticas. Uñas que crecen post mortem y que incluso dejan rastros en el ataúd de los enterrados vivos, la peor de nuestras pesadillas, hijas de Poe y de Murnau. Uñas como grito de guerra en las mujeres que tan honestamente cuenta Izquierdo. No logro imaginar cómo Rosalía puede teclear en el móvil ni cómo las clientas de Pasión Nails se abrochan un botón, pero no me cabe la menor duda de que hay en esas uñas mucho orgullo. Identidad que se defiende con uñas y dientes aunque de dientes y pobreza mejor hablamos otro día.
También te puede interesar
Lo último