La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Sevilla fina en la caja de Sánchez-Dalp
CON la llegada de la primavera y las últimas lluvias han echado sus hojas los árboles que no hace mucho plantó el Ayuntamiento en la calle Bogotá. Todavía son adolescentes, lolitas del reino vegetal, zangolotinos leñosos. Pero son la promesa de una sombra que todos agradeceremos en breve, cuando el azufre caiga sobre la ciudad (iba a escribir pecadora, pero sería redundante). Es sorprendente cómo con apenas unos palitroques ha mejorado el paisaje de esta calle-arrecife que hace de gozne entre el Porvenir antiguo y las ampliaciones de las Torres de Felipe II y los pisos de Catalana de Gas. Uno los ve y recuerda las choperas de Castilla o los bosques de ribera de la Banda Gallega. Los políticos municipales no son conscientes de lo felices que nos pueden hacer con poco dinero y menos trabajo. Muchos no necesitamos grandes “proyectos de ciudad” ni “planes estratégicos”. Eso se lo dejamos a los maoístas y los especuladores. Nos basta con unos árboles, unas aceras limpias y despejadas para pasear y unos bares donde nos traten como a ciudadanos. El buen urbanismo suele depender de cosas muy tontas. Y en la arquitectura, como dicen los Cruz y Ortiz, es muy importante la educación. Estamos hartos de ver cómo barrios trabajadores que nacieron modestamente, pero a la medida del hombre, se convierten en auténticos paraísos al lado de grandes proyectos urbanísticos donde se entierran millones de dinero público y privado. Lo hemos observado en San Bernardo, en San Gonzalo, en ciertas zonas del Tiro de Línea y Ciudad Jardín, en la calle Corzo... La Sevilla regionalista será un decorado quinteriano, pero todavía nadie la ha superado en su capacidad de generar espacios y edificios amables. Algunos preferimos vestirnos de corto y decir “ozú, miarma” que morir de tristeza y hastío en ese urbanismo gigantista y globalizado que nos proponen.
A la felicidad le pasa lo que al urbanismo. También depende de tonterías ya inventadas, pero a las que al hombre contemporáneo le cuesta acceder. Hay una canción muy conocida de Van Morrison que nos lo recuerda, These are the days (Estos son los días). Viene bien ahora, porque habla de la primavera y el verano, de vivir el presente, de la amable presencia de una persona querida, de convertir el agua en vino, del “corazón radiante y el canto de la gloria”. Chorradas que no requieren grandes filosofías ni ideales, pero que están al alcance de muy pocos. Vivir es como escribir: cuesta mucho hacerlo de forma sencilla.
Si yo fuese alcalde me pondría todas las mañanas These Are The Days. No sólo por el placer de escuchar la voz dipsómana del León de Belfast, sino también para recordarme que “estos son los días” en los que podemos dejar de joder la ciudad. Y ser felices.
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