Monticello
Víctor J. Vázquez
No es 1978, es 2011
Se sintió algo inquieto tras oír mi vaticinio. Y sin perder jamás su elegancia de camisa de doble puño con pasadores y de exquisito vocabulario, con esa capacidad natural para intimar con la gente joven, me respondió: "No, Carlos, yo no tengo ya edad de ser obispo". Estábamos en ese momento en el restaurante La Barbiana, un trozo de la mejor Sanlúcar de Barrameda en el corazón de Sevilla, cuando aquel sacerdote nacido en Ayamonte, andaluz de pura cepa, se mostró enormemente satisfecho de su labor como director del primer Servicio de Asistencia Religiosa Universitaria de España. Por eso quería seguir en Sevilla, trabajando para llevar los Evangelios a sus niños de diversas facultades, los niños del cura Juan del Río. Aquel SARU fue pionero en España. Juan del Río, avalado por el cardenal Amigo, con quien, por cierto, chocó en algunas ocasiones, pactó su fundación con el rector Javier Pérez Royo, un reconocido izquierdista que pisa con frecuencia la raya de picadores de los movimientos antisistema y aficionado a la provocación de salón, como al retratarse con las manos en los bolsillos del pantalón para la galería de rectores. Pues ambos se entendieron a la perfección. Aquel modelo de convenio fue imitado en otras universidades españolas. Pero el cura Juan del Río no pudo seguir en el SARU. Poco tiempo después de aquel almuerzo fue nombrado obispo de Jerez. Y allí se fue con su pectoral con el Cristo de la Buena Muerte. Y años después fue nombrado arzobispo castrense de España. Un día me reconoció que acerté en aquel almuerzo. No fue difícil hacerlo. Siempre tuvo hechuras, talante y capacidad de arzobispo. No le gustó la imagen que se proyectó del papa Ratzinger en la película que narra su relación con Francisco. Sentía profunda admiración por el pontífice alemán, intelectual, serio y que siempre ha velado por la pureza del mensaje de la Iglesia. En sus últimos tiempos esbozaba una sonrisa cuando entraba en las quinielas para ser arzobispo de Sevilla y Granada, el retorno a su querida Andalucía. Se ha muerto al borde de la jubilación, en plenitud, al servicio de la sociedad con los medios de hoy, desde los tradicionales a las redes sociales. Juan del Río ha sido siempre un hombre de su tiempo, actual, enganchado a la juventud, con genio y con una capacidad manifiesta de perdonar los errores ajenos. Hoy veo a Juan del Río con sus niños de la hermandad universitaria, oficiando misa en la playa onubense de Matalascañas, orgulloso de su calle en Ayamonte, recibiendo el calor de su gente de Jerez y consolando junto a los Reyes a las víctimas del terrorismo como castrense de España. Y, al final, fue usted arzobispo. No se le había pasado la edad.
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