¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
CUANDO era adolescente, solía participar en corrillos de zangalotinos rebosantes de hormonas donde se hablaba con fascinación satánica de la yumbina, un afrodisíaco que podía convertir a la más virginal de las jovencitas en una odalisca ávida de placeres eróticos. Incluso, había historias que contaban cómo algunas de las víctimas había enloquecido por un deseo que ni el más bragado de los amantes conseguía satisfacer. Por supuesto, ninguno de aquellos aspirantes a Marqués de Sade se atrevió a semejante tejemaneje y aprendimos la sexualidad junto a las féminas de nuestra generación, a golpe de torpezas, frustraciones y momentos inolvidables. Pero no se me escapa que todas aquellas chiquilladas iniciáticas pertenecerían a lo que hoy se califica como “cultura de la violación”, un término avalado por la ONU (¿se acuerdan de ella?) que nació en el EEUU de los años 70.
La “cultura de la violación” está de moda estos días porque la ministra de Igualdad, Irene Montero, la ha usado como arma arrojadiza contra el PP por dos campañas, de Madrid y Galicia, en las que se aconseja a las mujeres que no acepten bebidas de desconocidos o corran por un parque solitario por la noche. Justo lo que les diría cualquier madre o padre sensato a sus hijas. Porque advertir de los peligros reales nunca puede ser “igualar a las víctimas con los agresores”, como tampoco lo era decirles a los guardias civiles del País Vasco que no vistiesen de uniforme cuando iban a comprar el pan o evitasen tomar el aperitivo en una herriko taberna.
La “cultura de la violación” es, digamos, todo aquello que justifica o ningunea de alguna manera el forzamiento de las mujeres, desde el comentario de “es que llevaba la falda muy corta” a “eso le pasa por ir borracha”. Hasta ahí de acuerdo. Todos tenemos derecho a llegar borrachos y solos (si no hay más remedio) a nuestra casa sin que nadie nos moleste. Pero en un sentido más amplio, como ha hecho Montero, se usa también para culpar a todo el conjunto de los hombres heterosexuales o a las ideologías contrarias al feminismo radical de delitos que son individuales. Como en tantas otras cosas, se trata de generar un sentido de culpa en el adversario (aunque cada vez podríamos usar más el término enemigo) para vencerlo psicológicamente. El PP suele entrar al trapo, pues hace tiempo que aceptó las reglas de un juego en el que siempre será perdedor. Vencerá en las elecciones, pero nunca convencerá.
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