La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La felicidad de Sevilla
La aldaba
Tal vez haya dos hechos que han marcado a varias generaciones: la pérdida de autoridad de los profesores en favor de los progenitores y el boom económico de principios de siglo que acabó con la depresión de 2008. Nos convencieron de que teníamos derecho a todo. Recuerden los anuncios de las inmobiliarias para vender promociones de nombres sugerentes ("Los altos de Miramar", "Señorío de Pedroche", "Los pinares de Vistalegre" , etcétera) unidos a los de los préstamos hipotecarios que nos daban rápido acceso al adosado, el apartamento en la urbanización pretenciosa con campo de pádel o el pisito con vistas a la playa. "Su familia merece lo mejor", "Usted puede", "¿Por qué no es posible el sueño de su vida?". La crisis mandó al garete todo lo que era sólido. El mundo de certezas, garantías e infinitas posibilidades se desmoronó dejando un reguero de frustración, hipotecas impagadas, construcciones a la mitad (la España de los esqueletos) y ayuntamientos entrampados. España fue un país de nuevos pudientes que en realidad vivían interesadamente engañados. Todo el mundo podía vivir por encima de sus posibilidades como todo municipio tenía derecho a un pabellón de deportes, piscina, auditorio y un centro de interpretación de las cosas más absurdas aunque no tuviera suficientes habitantes ni presupuesto para tantas infraestructuras. Compartir los equipamientos era de tiesos, coordinar los servicios entre varios pueblos era de mentes cortas y apostar por una administración racional era un freno al progreso. Todo se evaporó, pero dejó cambios en la escala de valores, porque las deudas se pagan, pero ciertos daños cuesta más repararlos.
Seguimos con la convicción de que tenemos derecho a todo, podemos tener acceso a todo y nos lo merecemos todo. Porque ahora, además, llevamos encima la experiencia de la pandemia. Todo por el confort, todo por la comodidad, todo por un concepto de vida en rosa donde el que asume sacrificios y renuncias es directamente un pájaro de mal agüero, un amargado o un triste. Si todo nos debe ser dado porque nosotros lo valemos, se cambia el día de las cabalgatas si es necesario. ¿A quién le importa el significado de la Epifanía, festividad del 6 de enero? Ya se cambió la misa del Gallo que se convirtió en vespertina. Tenemos Semana Santa todo el año y fútbol todos los días. Consumimos, no vivimos. Viajamos de forma masiva sin necesidad de conocimiento de los lugares. Se trata de difundir la foto o el vídeo como tontucios vanidosos. Pareciera estar oyendo el anuncio: "Alcalde, ¿acaso su pueblo no merece la cabalgata aunque no sea el 5 de enero? Usted puede, hable con el tío de los camellos y adelante la fecha". No es inmovilismo, es criterio. España es un país donde se puede promocionar de curso con suspensos y se cambia la cabalgata en función de los partes meteorológicos. Culpan a los políticos, pero demuestran que nos conocen a la perfección. Lo importante es participar y consumir. Maldito conocimiento, ¿para qué sirve? Para vivir en la amargura. Llena ahí que todavía quedan fiestas.
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