
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los sandías deben madurar
Yo no sé si a usted, querido lector, le ocurre como a mí, que cuando me gusta una película la veo una y otra vez. Cada vez que tengo la oportunidad la repito y, para qué me voy a engañar, siempre resulta ser una experiencia deliciosa. Y lo es porque encuentro algo nuevo: una conversación a la que no presté mucha atención y que ahora tiene (o le doy) un significado diferente, una imagen que me resulta nueva porque la perspectiva no es la misma o simplemente por darme el gusto de sentarme y disfrutar ese momento en el que el cine, para mí, es más cine que nunca y me devuelve a aquel momento de la niñez en el que las salas en las que se proyectaban, se llenaban de aplausos y comentarios por doquier cuando se encendían las luces.
Una cuestión de tiempo es una de esos metrajes que no me pierdo por nada. Una cinta de factura inglesa, que aunque no es una grandísima obra cinematográfica, sus actores, Bill Nighy, Rachel McAdams y Domhnall Gleeson le dan ese plus de elegancia que encuentro en numerosas comedias inglesas; así que el hecho de verla anunciada, ya me hace guardar ese día y ese horario para tener la experiencia de escucharme a mí misma decirme: “Sí, ya la he visto, y qué”.
Y me dirán que para qué me agendo esa hora y esa fecha habiendo plataformas en las que poder verlas. Pues muy sencillo, quiero seguir sintiendo la emoción que me produce el hecho de que se pare el tiempo porque precisamente de esto va Una cuestión de tiempo: de tiempo.
No voy a hacer spoiler, pero a grandes rasgos el padre, Bill Nighy, tiene un don extraordinario: resulta que los hombres de la familia Nighy pueden viajar en el tiempo. Una habilidad que pasa de padres a hijos y para la que empieza a preparar a su hijo, el actor Domhall Gleeson, indicándole la manera sencilla de llevarlo a cabo. Y aquí es donde viene lo increíble de la historia porque cuando tu esperas una nave espacial, un tubo intergaláctico o la desintegración de la materia, resulta que simple y llanamente se tiene que meter en un sitio oscuro, llámese armario o trastero, cerrar los ojos, apretar las manos y visualizar el momento al que quiere volver.
Esta especie de travesía al pasado no cambia el presente, y si lo hace tiene una rápida solución que no voy a desvelar para que no pierdan el interés en descubrir todo lo que encierra ese instante. Porque ahí está el quid de la cuestión, en ese instante. Ahí está la reflexión a la que nos llevan los que tienen la posibilidad de ver lo que ha sucedido y cuentan con toda la información, y nos enseña, ¡y de qué manera!, que el tiempo es oro.
Un tiempo que debemos y tenemos que utilizar sabiendo que es finito. Que debemos mirar a los ojos a los desconocidos y prestar atención a los detalles sin importancia porque ahí, en lo mínimo, es donde vamos a encontrar lo que de verdad importa y lo que nos hace felices sin apenas esfuerzo.
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