Los cuerpos

En Lucian Freud, y en otros grandes pintores, la carnalidad es otra forma del espíritu como es también sudor y sexo

13 de mayo 2023 - 01:45

Visitar la exposición con la que el Thyssen-Bornemisza de Madrid celebra el centenario de Lucian Freud es un intenso viaje que sitúa al espectador entre la extrañeza y la identificación, la incomodidad y el deslumbramiento. Uno de los primeros cuadros que depara el recorrido, Habitación de hotel, ya nos avisa, nos sacude con una imprevista fiereza en su crudo y hermoso retrato del desamor. La distancia física entre una pareja -Lucian y su entonces esposa, Caroline Blackwood- sugiere una reciente discusión, una próxima ruptura: ella, tumbada en la cama, con el cuerpo tapado por una sábana, se lleva una mano a la cara, que expresa desolación, extravío; él, de pie, observa a esa mujer vestido, con las manos resguardadas en los bolsillos de los pantalones, una pose de indiferencia si no fuera porque en los ojos lleva la tristeza de quien mira un fuego que se apaga. Más adelante Freud insistirá en la exploración de una intimidad que nos inquieta, que nos hace preguntarnos, como en las pinturas Dos hombres y Hombre desnudo y su amigo, en las que dos personajes dormidos, uno sin ropa, otro con ella, la misma combinación en los dos cuadros, conviven en un sofá o una cama, y en ambas una mano dejada sobre una pierna es el contacto que se establece entre los protagonistas. Hay ternura en esas composiciones, pero un elemento de sospecha o de amenaza, tal vez por el desequilibrio en los atuendos, nos invade también al contemplarlas.

Ya en una de las últimas salas, la exposición reserva su parada más rotunda: la carne, esa carne que Lucian Freud perfiló en sus óleos con la viveza de un escultor y el detalle de un orfebre, esa carne que parece desbordarse y temblar, exactamente como tiemblan las almas, porque en Freud y en los grandes -su amigo Francis Bacon- la carnalidad es otra forma del espíritu como es también sudor y sexo. Se suceden las anatomías llenas de curvas y de pliegues, pieles rugosas y manchadas, figuras grotescas y hermosas, en tormento y en éxtasis. Entre ellas destaca la de Leigh Bowery, modelo de Freud que también pintaba de otro modo con su cuerpo: cuentan que en sus performances se vendaba concienzudamente el torso y se clavaba alfileres en el rostro para sujetar sus máscaras. Ante obras como Leigh con falda de tafetán o Y el novio, en la que el volumen colosal de ese tipo se mide con la delgadez casi etérea de Nicola Bateman, entendemos que la fisonomía del hombre es un paisaje accidentado y fascinante, cercado por la muerte, aferrado a la vida. Que esa imperfección esconde una conmoción, un terremoto, un milagro. Su belleza perturbadora nos hace preguntarnos en qué momento, rendidos a este pacato canon estético de hoy donde la disidencia no tiene cabida, dimos la espalda a todo ese prodigio.

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