Cuarto de muestras
Carmen Oteo
La herida milagrosa
Estamos todos encantados de la cantidad de restaurantes refinados que tenemos en Andalucía. Presumen los alcaldes de toda España de cuántos negocios tienen en su localidad con la máxima categoría. Hay colas de espera para almorzar en esos establecimientos de experiencias, sensaciones y vivencias. ¡Cáspita, si parece que estamos en pregones de carnavales o Semana Santa! Estamos todos pidiendo mesa o barra en esos sitios donde se han confirmado las estrellas como máximas condecoraciones o han florecido como setas de otoño. Y como tontos, inocentes o incautos hacemos cola. “Te podemos dar mesa para el viernes, 19 de enero, pero sería en la barra”. Y uno, de entrada, le responde de usted, como es debido: “Muy bien, somos cuatro, comeremos mirando a la pared, uno al lado del otro como niños castigados. Total, si lo tenemos todo hablado. Se trata de una experiencia gastronómica y de darle el gusto a mi cuñado que viene de fuera, sabe usted”. El problema ocurre cuando llega el día, acude uno a disfrutar de la comida y se encuentra con un tipo que le canta las viandas como si fuera un narrador omnisciente de aquellos que estudiaba en el extinto COU. Te cuenta el tío las propiedades de las agallas de la merluza, el caldo con el que se han cocinado (memorable si emplea el vocablo fumé) y hasta cómo debemos comerlo. El mismo parlante pregona las propiedades del vino “que ustedes han escogido tan oportunamente”.
Es maravilloso cuando el encargado del negocio te pelotea sin fundamento sobre la elección del caldo. Y todavía más cuando te suelta el rollo sobre maridajes, alianzas, combinaciones y experiencias “en boca” con la carne elegida. “Mire, yo primero me jamo el bocado del solomillo y después bebo, no mezclo nada en las fauces salvo los piños con la pasta de dientes”, le oímos a un reconocido empresario decirle al encargado de un restaurante de moda, de esos con pizarra digital en un atril en la entrada, muchos empleados con pinganillo y mucho personal atendiendo el lavavajillas, las freidoras y la bodega junto al urinario antes que al cliente. Pero lo peor, sin duda, es la sensación que se te queda después de cenar en esos restaurantes tan laureados. El dueño me rogó que le contara con toda claridad tras cenar en su casa. “Pues mira, como bien sabes, acudí con Pepe Pérez y Miriam. Todo estaba buenísimo. Pero hablé más con tu encargado que con mis amigos. El tío no paró con la charleta y la laudatio de los platos, los vinos, las viandas y otras monsergas. Fue el protagonista. Yo no salgo a cenar para que mi experiencia sea cenar con tu encargado, sino con mis amigos. La posesión del balón a favor de tu empleado fue del 80 por ciento. Y como procuro ser educado, no dije nada. Eso sí, el puyazo fue de órdago, como si yo fuera un pedraja en los lunes de Guardiola”. Las estrellas, para el firmamento, que rima con arrepentimiento.
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