Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Hay una imagen de la última novela de Antonio Soler que, siendo una escena real, tiene la virtud de servir de metáfora. Nuestra familia es un vaso hecho pedazos, dice la abuela. El día del lobo es un ajuste de memoria –personal y colectiva– con el drama de una familia rota y uno de los momentos más crueles de la guerra civil española del que apenas se ha hablado hasta hace muy pocos años. La familia de Soler –extraordinario narrador, no hay ni que recordarlo– vivió la llamada Desbandá, la huida de niños, mujeres y ancianos de la Málaga que había permanecido fiel a la república, ocupada por los golpistas, ya bando nacional. Los huidos fueron masacrados desde el aire y el mar por armas italianas y alemanas, confirmando que, mientras las democracias europeas se mantenían en impasible neutralidad, los que poco más tarde serían las potencias del Eje fueron parte fundamentales en la contienda. El contexto histórico y social que retrata el autor está muy bien documentado: existen dos películas ya del trágico éxodo y sobre todo dos libros a los que el novelista cita y que resultan indispensables y de recomendable lectura. Se trata de Mi casa de Málaga, el testimonio del aristócrata escocés Sir Peter Chalmers-Mitchell y las memorias del singular personaje Arthur Koestler, periodista y espía soviético, perseguido más tarde por el estalinismo y testigo de la guerra española, incluida su estancia en la cárcel de la Ranilla, en Sevilla. Soler parte de lo sabido para devolverle la voz a una familia, la suya, que había sobrevivido entre silencios y frases sin terminar. Es un álbum íntimo que la memoria construye sin serle desleal a todo lo que la rodeaba. Al caos, al hambre, al desastre y al miedo. A presuntos amigos que traicionan y adversarios que se convierten en salvadores. Como solía recordar Jorge Martínez Reverte (autor de crónicas imprescindibles de la guerra civil española y de la División Azul) hay causas buenas y causas malas, pero hay buenas y malas personas en ambas. Soler huye del maniqueísmo y del trazo grueso, mete el dedo en la llaga, que es su llaga, que es la herida de sus padres, sus abuelos, sus tíos y vecinos. El éxodo contado en primera persona, a pesar de que para sobrevivir había que mantener la boca cerrada y el corazón en hibernación. Sobrevivir es pegar los pedazos, también, de una familia que se ha estallado como un vaso de vidrio. Nada será lo mismo después del horror. Nadie es el mismo después de una odisea a cuya vuelta no hay palacio que espere ni victorias que celebrar. Pero hay amor. Soler ha tardado muchos años en rescatar esa memoria familiar tan íntima, material inflamable, cenizas que aún mantienen calor y que queman. Y se atreve. Y, tal vez sin pretenderlo, más que unas memorias de la memoria, El día del lobo es una historia de amor. Del buen amor. El que nos salva hasta de nosotros mismos.
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