La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
De acuerdo con la disyuntiva planteada por Pascal Brückner en El vertigo de Babel, un ensayo de mediados de los noventa, el cosmopolitismo sería una cosa distinta de la globalización (mondialisme) que ya entonces, antes de la generalización de internet, parecía alumbrar una nueva era bajo el signo de la definitiva internacionalización de los mercados y la consiguiente uniformidad de las costumbres. El primero es un término antiguo y venerable que fue acuñado por el harapiento padre de la filosofía cínica, Diógenes de Sinope, desde el legendario tonel donde observaba con desdén los deseos mundanos, y en el que profundizaron después los estoicos para quienes la pertenencia a la familia y la comunidad de nacimiento no se oponía a la idea, acogida y reelaborada por el cristianismo, de una fraternidad universal. Retomado por los pensadores ilustrados y en particular por el Kant de la “paz perpetua”, el concepto de ciudadanía del mundo se difundió ampliamente durante el siglo XIX, asociado a la tradición liberal y a una idea de progreso, de corte europeizante, que encontró especial eco en las elites culturales. Aunque no ha perdido aura ni predicamento, para quienes defienden la no indeseable perspectiva de una humanidad sin fronteras, es un término anticuado que recuerda a la Belle Époque, pues en su versión más literaria, encarnada por aquellos distinguidos viajeros con vocación de apátridas, apenas sobreviviría al desastre de la Gran Guerra. La reciente globalización, por el contrario, como apunta Brückner, no presupone familiaridad con otras culturas, más bien toma de ellas elementos superficiales para crear una reducción artificiosa: en sus palabras, una “mescolanza babélica” y empobrecedora, regida por los imperativos del consumo. Como otros de los antiguos “nuevos filósofos”, entre ellos el ya fallecido André Glucksmann o su “hermano espiritual” Alain Finkielkraut, Brückner ha sido estigmatizado como “nuevo reaccionario” (néo-réac en la jerga periodística) y es verdad que su apego aunque crítico a las raíces –frente el “fetichismo de la unión por la unión”, en referencia a los partidarios de una asociación cada vez más estrecha– no estaría lejos de las posiciones del soberanismo identitario, cuyo auge actual tiene mucho que ver con los efectos negativos de la globalización en los sectores más depauperados. Frente al renacer de los nacionalismos, sin embargo, quizá sea tentador recuperar el viejo ideal de Diógenes, que algo bueno debía de tener cuando fue tan combatido desde la ortodoxia soviética. A los que siguen calificándolo como ensoñación burguesa, se les puede recordar que fue un mendigo el primer cosmopolita.
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