La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
En su breve y lúcido ensayo Todos deberíamos ser feministas, que en España publica Random House, Chimamanda Ngozi Adichie señala la paradoja de que, mientras en el diccionario el término feminista era descrito con la sobria definición de “persona que cree en la igualdad social, política y económica de los sexos”, en la vida, más allá del papel, aquel concepto incorporaba para los interlocutores un puñado de matices peyorativos. Cuenta la autora nigeriana que, en la adolescencia, cuando su amigo Okoloma la llamó feminista lo hizo “con el mismo tono con que alguien te podía decir: Tú apoyas el terrorismo”. Así comenzaba un largo historial de justificaciones, una agotadora pedagogía contra las connotaciones negativas, como si creer en la justicia fuera un error mayúsculo que implicase tener que pedir perdón a cada paso. Ya adulta, mientras promocionaba una novela, Ngozi Adichie recibió el consejo de un periodista que la entrevistaba –advertencia, por supuesto, que nadie había pedido–: que evitara que le colgaran a su libro esa etiqueta, “porque las feministas son mujeres infelices que no pueden encontrar marido”. Fue entonces cuando la escritora empezó a presentarse como “feminista feliz”, pero tuvo que ir añadiendo precisiones: si el feminismo era antiafricano, ella era una “feminista feliz africana”; si la causa era percibida como un desprecio al género masculino, ella añadía la coletilla de que “no odiaba a los hombres”.
Recordé esa historia esta semana, con las reivindicaciones que piden apartar a Rubiales de la presidencia de la Federación Española de Fútbol tras su conducta inapropiada con Jennifer Hermoso. La rabia y la perplejidad por esa exhibición inadmisible –ese tocamiento de sus genitales, el gesto más machirulo que pueda imaginarse, ¡en la final de un mundial de fútbol femenino!– han dado paso a una certeza: la sociedad ya no acepta viejos patrones que fomentan el abuso, hoy tenemos un mundo un poco más igualitario y más justo gracias al avance del feminismo. Se acabaron las explicaciones: nadie debería dudar ya de la importancia del movimiento. Rubiales no quiere dimitir, pero no hay cabida aquí para él ya, él y los que le aplauden son fantasmas del pasado. Cuando Ngozi Adichie leyó la ponencia de Todos deberíamos ser feministas, “sospechaba que tal vez no fuera un tema muy popular, pero también confiaba en iniciar una conversación necesaria”. Hoy, aquí, estamos inmersos en esa charla, y somos muchos los que queremos crecer gracias a este debate.
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