¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Mi manera de velar el jueves a José Manuel Sánchez del Águila fue dedicar las últimas horas del día, ya con los párpados pesando como monedas, a releer a salto de mata su libro Ropa vieja, gavilla de artículos y narraciones publicadas en los sitios más variopintos: Diario de Sevilla, Casco Antiguo, La Toga… En 2004, creo recordar, le dediqué una reseña a este volumen en aquella Revista Mercurio que dirigía Javier González-Cotta en la Cuesta del Rosario, y por la que aún pululaban su hermana Lale y el taurino Ángel Cervantes. En alguna carpeta extraviada debo guardar la carta de agradecimiento que me mandó José Manuel, al que si la memoria no me falla conocí mucho antes, en una de las sesiones de la tertulia La Taracea, aquella que convocaba a un grupo de azules liberales en un restorán de la Gran Plaza y en la que sentaban plaza los hermanos Javier y Jesús Sáez, Javier Hunt, José Fernández de Pedro, Rocío Sánchez del Águila, Macarena Montes, José Enrique Solís y un largo etcétera. Yo, entonces apenas un pipiolo, podía acudir a estos divertidos e instructivos almuerzos de puretas gracias a una suerte de beca concedida por la tertulia.
Mi relación con José Manuel Sánchez del Águila siempre fue la historia de una amistad aplazada, pero con momentos de una extraña cercanía. Nos escribíamos más que nos veíamos y una vez, al salir de la redacción, la secretaria me entregó un sobre que me había dejado José Manuel con una edición de Las confesiones de un pequeño filósofo, de Azorín. Agradecí el presente, pero no fue hasta la noche de este jueves, al releer su artículo Aquel curso de literatura, cuando comprendí que lo que me había regalado no era un mero joyel de papel, era un rescoldo aún tibio de su juventud, cuando don José Luis Ortiz de Lanzagorta le enseñó a amar la literatura y, muy especialmente, la obra de don José Martínez Ruiz.
Hace unas semanas entrevisté a José Manuel en El rastro de la fama, pero más que una interviú aquel encuentro fue una conversación entre amigos largamente esperada. Ocurrió en su pintoresco despacho de abogado novelero y soñador, repleto de libros y mapas antiguos. Quedamos en volver a vernos en unos días, quizás en el bar Sancho -refugio de las almas más cándidas del sur de Los Remedios-, para seguir charlando de las muchas cosas que nos unían. No pudo ser. La pálida dama hizo acto de presencia. Pero doy gracias a esa voz de origen desconocido que una noche de domingo me susurró: "Llama a José Manuel Sánchez del Águila y entrevístalo, no te arrepentirás". Cogí el teléfono y marqué. Al otro lado de la línea surgió la voz camarada y ya algo cascada de José Manuel.
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