¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Zhivago
El sevillano Justino Matute y Gaviria (1764-1830), que no ejerció como médico, aunque estudió para ello, sino que se dedicó a tareas periodísticas, literarias e históricas, continuó, desde el año 1701 hasta 1800, los Anales eclesiásticos y seculares, de la ciudad de Sevilla, que inició Diego Ortiz de Zúñiga, de 1246 a 1671, con publicación el año 1677, y continuó, hasta 1700, ilustrando y corrigiendo los anteriores, Antonio María Espinosa y Cárcel, en cinco volúmenes publicados los años 1795 y 1796. Los Anales de Justino Matute aparecieron en 1887, casi seis décadas después de su muerte, y los dio a la luz Juan Pérez de Guzmán y Boza, historiador y bibliófilo, que vivió de 1852 a 1934, y se dedicó también al mecenazgo, con una tertulia en su palacio sevillano a la que no faltaban, entre otros, Collantes de Terán, Luis Montoto, Cano y Cueto, José Gestoso y, cuando pasaba por Sevilla, Marcelino Menéndez Pelayo. Merecimientos tenía Justino Matute para la publicación de su obra, pues fue editor, de 1803 a 1808, del periódico El Correo de Sevilla y obtuvo la plaza de catedrático de Retórica en la Universidad de Sevilla, en 1807; sustituido, tres años después, por Alberto Lista, pues Justino Matute se afrancesó, ocupó puestos en la invasión napoleónica, fue confinado hasta finales de 1814 y regresó a Sevilla el año siguiente, hasta quedar paralítico en 1824. Leer sus Anales, por ello, es un acto de memoria al autor y, sobre todo, a lo que cuenta que ocurrió en Sevilla. Sirva de muestra la “escena tan interesante” que Justino Matute extracta de los acuerdos de la hermandad de San Pedro Mártir, compuesta por miembros de la Inquisición. Se trata de un auto de fe de María de los Dolores López, conocida como La Beata ciega, que el viernes 24 de agosto de 1781 fue llevada al Castillo de Triana. La reo, con un aspecto que se dice asqueroso y burlón, manifestaba “darle poco cuidado la pena que iba a sufrir, y aun por eso profería algunas palabras y expresiones escandalosas, que indicaban su impenitencia”. Exhortada para lograr su arrepentimiento, no hubo forma y fue conducida a la iglesia de San Pablo, donde se la declaró hereje, y llevada después a la plaza de San Francisco, ante el tribunal que le impuso la pena de ser quemada viva, a no ser que se convirtiese. Pues bien, confesó sus culpas, aunque “la condujeron al quemadero en el prado de San Sebastián; allí confesó otra vez, con muestras de verdadero arrepentimiento, y habiéndole dado garrote, su cuerpo fue arrojado al fuego, que presto le convirtió en cenizas”. Refiere el autor que de casi todos los pueblos de la provincia vinieron gentes, “y que habiendo cargado en el puente mucha para verla salir, se rompió la viga de una de las compuertas con riesgo de haber sucedido muchas desgracias”. El concurrido espectáculo de un auto de fe.
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