Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Puntadas con hilo
Ocurrió un día durante el confinamiento. De regreso de la farmacia, en medio de una avenida vacía sólo se oían suspiros desde los balcones y los sollozos de una mujer. Había abordado a dos personas que salían del supermercado con bolsas de comida, pero cuando llegué a su altura giró la cara avergonzada como deseando desaparecer. La miré a los ojos y me resultaron familiares, era una madre del barrio con la que probablemente me había cruzado alguna vez. Había dejado un rato a sus hijos solos en casa y, desesperada, había salido a la calle porque hacía dos días que no tenían nada que comer. Se derrumbó, me dijo que ella no sabía pedir, que estaba criando a sus hijos sin ayuda trabajando en la cocina de un bar sin contrato y hacía ya casi dos meses que no ingresaba ni un céntimo. Le di los diez euros que tenía en la cartera, el teléfono de Cruz Roja e intenté, sin creer lo que le decía, convencerla de que no estaba sola.
Entré en mi casa bañada en la fría realidad de una crisis que aún se escondía de puertas para dentro. Pero el fin de la cuarentena trajo largas colas ante los centros asistenciales y comedores benéficos. Al delegado de Bienestar Social del Ayuntamiento de Sevilla, Juan Manuel Flores, lo horroriza un titular que se repetía en los informativos. Las colas del hambre. No hay que ser humanista de carrera para comprender que la expresión denigra y margina a muchos de esos nuevos pobres: ya no sólo son inmigrantes, hay gente joven, empleados de comercios del centro sin ERTE a los que agarrarse y familias completas que hasta hace dos días eran de clase media y hoy son invisibles.
Algunos se mostraron con otro nombre y voz distorsionada ante las cámaras de Los Reporteros de Canal Sur el pasado sábado. Un buen retrato de gente que no vale tampoco para pedir y que lo único que quiere es trabajar, lo que ha hecho toda la vida antes de verse buscando comida en la basura o viviendo en caravanas y coches.
Y no son contadas excepciones, son situaciones que existen y que la pandemia está agravando. El problema de los sin techo no se reduce a las dantescas escenas que sufren vecinos de la Macarena por el foco que se concentra en el albergue municipal. O a la violencia y delincuencia que golpea a mucha gente cuya única pertenencia es un saco de dormir.
En el inicio de la pandemia el Ayuntamiento de Sevilla habilitó hasta tres polideportivos y dio cobijo a más de 600 personas. El inevitable efecto llamada engordó con una tasa prestada el censo de sin hogar llegados al calor de las ayudas. Y el escudo social fabricado por el gobierno municipal funcionó y sigue haciéndolo. Sin él, el nivel de necesidad generado por la pandemia habría dado lugar a un estallido social que hoy se contiene no con poco esfuerzo.
En el inicio de esta nueva era Sevilla dio un ejemplo como ciudad digno de encomio y debería mantenerse porque cualquiera puede volverse invisible y, aunque lo políticamente correcto sea decir lo contrario, sentirse muy solo.
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