Carmen Silva

Cocinar imitando

03 de septiembre 2024 - 03:07

A doña Carmen Pérez Montaño y a doña Encarna Pielfort. In memoriam

ENTRE mi lista de deseos se encuentra el de habitar una vez más la cocina de mi abuela Carmela. Volver a sentir la belleza de su imponente persona en ese espacio que, dado mi tamaño infantil, era tan grande. Ver de nuevo la alacena blanca, la mesa de formica y los fuegos con el horno de gas. Que ante mi quieta y minúscula presencia de observadora apoyada en el dintel de la puerta, me pidiera que le picara los ajos o los pimientos, sin temor a que me cortara y sin compasión ante las lágrimas que me chorreaban por la cara al cortar las cebollas. No me quejaba nunca para evitar que me mandara a jugar con mi hermano y mi prima Irene.

Observando a mi abuela aprendí a cocinar los muslos de pollo en salsa, que era el plato que nos ponía invariablemente todos los sábados, cuando nos llevaban a Sevilla a verla. Es sorprendente la excelencia de lo que resulta ser una receta tan sencilla que solo cuenta con tres ingredientes: ajo, laurel y vino.

Dice mi hija Estrella que su comida favorita es mi puchero, pero en realidad no es mío, sino de ella, porque es una imitación. Su infinita bondad hacía que a los niños nos sirviera el plato sin verduras ni garbanzos, solo arroz y un maravilloso caldo blanco como la nieve. La pringá aparte, a modo de segundo plato.

De ella heredé la costumbre (o manía) de comer la ensalada tras el plato principal; y la de preferir la poleá para cenar y no para merendar o de postre. Creo que soy de las pocas personas de mi edad que sabe hacer poleás clásicas.

La berza de mi abuela tenía salsa, no caldo, por su cremosidad y densidad. En torno a ella se reunían los domingos en el comedor de su casa de la calle Sol los amigos de mi abuelo Luis, para no dejar ni las migas.

Dicen que las personas a las que nos gusta cocinar tenemos tendencia a querer agradar a los demás. Yo, además, por ser tan disfrutona comiendo, quiero hacerlo bien para agradarme a mí misma.

Aprendí a cocinar mirando a mi abuela y a perfeccionar hablando con Encarna Pielfort, que era más sanluqueña que las papas en veranillo. Mil veces le he pedido que me diera detalles de su menudo. Paciente, me los ha repetido mil veces más. Quiero que me salga como el de ella, que es el más bueno que he comido. Algún día lo conseguiré.

Recuerdo cuando me contó, entre sorprendida y dolida, que según el veredicto familiar, las tortillitas de camarones de su hijo Antonio, su discípulo amado, estaban más buenas que las de ella. Sentadas las dos en la playa haciendo punto me dijo: “Ya me ha dejado tranquila mi Antonio con el asunto de las tortillitas, porque me ha contado que hay un proverbio chino que dice que si el alumno no supera al maestro, ni es bueno el alumno, ni es bueno el maestro”. ¿Cabe más sabiduría a la hora de encajar un golpe? Desde ese momento le robé la frase a Encarna y cada vez que la uso se asoma a mi corazón la calidez de su recuerdo.

Hoy en día son los hombres los que tienen fama de cocinar bien, pero las mujeres damos de comer al mundo.

stats